I. SIGNIFICADO DE LA IDEA JURÍDICA DE IGUALDAD. La igualdad es un concepto que procede de la tradición jurídica occidental, concretamente, de Platón (Leyes, lib. VI, 757) y de Aristóteles (Política, lib. II, sobre todo, 1280a, 1282b y 1283a; Ética a Nicómaco, lib. V, en particular, 1130-1133): “Parece que la justicia consiste en igualdad, y así es, pero no para todos, sino para los iguales; y la desigualdad parece ser justa, y lo es, en efecto, pero no para todos, sino para los desiguales” (Política, 1280a). La igualdad supone, en realidad, un criterio histórico, por lo que un mismo concepto ha ido conociendo diversas concepciones, algunas de ellas no sólo diferentes entre sí sino incluso contradictorias. Repárese, por ejemplo, en que el pasaje citado de Aristóteles intenta demostrar las razones por las cuales la “democracia” es una forma de gobierno “desviada” pues no busca el provecho de la comunidad, sino tan sólo de los “pobres”.
¿Qué concepción histórica de la igualdad se expresa en el constitucionalismo democrático de comienzos del siglo XXI? Naturalmente, la propia de Estados que suelen calificarse de sociales, democráticos y de Derecho. La igualdad constitucional, en su triple condición de valor superior del ordenamiento jurídico, deprincipio, cuya realidad y efectividad corresponde promover a los poderes públicos, y de derecho fundamental, explicita, al mismo tiempo, tres dimensiones: de libertad, democrática y social. En su dimensión liberal, la idea de igualdad conlleva la prohibición de arbitrio, tanto en el momento de creación de la norma que introduce la diferencia, cuanto en el de su aplicación. Es, por ello, una técnica de control del poder. La igualdad, desde la perspectiva del principio democrático, excluye que ciertas minorías o grupos sociales en desventaja, como las mujeres o los grupos étnicos, puedan quedarse “aislados y sin voz”. Desde el punto de vista social, la idea de igualdad legitima un derecho desigual a fin de garantizar a individuos y grupos desventajados una igualdad de oportunidades. Todas estas dimensiones derivan del reconocimiento de la DIGNIDAD humana como fundamento del orden político y de la paz social, que requiere la igual dignidad social de todos los ciudadanos: hay que rechazar toda creación o aplicación del Derecho que trate a algunos miembros de la comunidad como ciudadanos de segunda clase. En palabras del Tribunal Supremo norteamericano en Zobel vs. Williams (1.982), se viola la igual ciudadanía “cuando la sociedad organizada trata a alguien como un inferior, como parte de una casta dependiente o como un no-participante”.
La igualdad no puede entenderse ni como una obligación de que todos los individuos sean tratados exactamente de la misma manera (igualdad no es identidad), ni tampoco, por el contrario, que se permita toda diferenciación (en cuyo caso se disolvería la misma idea de igualdad). La igualdad es un criterio de distribución de recursos por fuerza escasos; por eso se plantea siempre en contextos de reparto y de modo problemático (y por eso está asociada a la misma idea de JUSTICIA e incluso de Derecho). Es un criterio de lo que históricamente se postula generalmente como razonable para medir la legitimidad o ilegitimidad de una desigualdad jurídica de trato entre un conjunto de individuos dado, respecto de un criterio previamente determinado (tertium comparationis). En otras palabras, la idea de igualdad sirve para determinar, razonable y no arbitrariamente, qué grado de desigualdad jurídica de trato entre dos o más sujetos es tolerable. Es por ello, constitutivamente, una técnica de control.
En otras palabras, la igualdad es un criterio que mide el grado de desigualdad jurídicamente admisible. Porque el derecho está permanentemente trazando diferencias de trato entre sujetos en situaciones comparables. Necesitamos algún criterio para determinar qué diferencias son aceptables o razonables y cuáles otras no. La igualdad no prohíbe las diferencias de trato (igualdad no es identidad), sino sólo aquellas que no sean razonables. Admitido esto, hay que introducir ahora algunas distinciones.
1. Igualdad en el contenido de la norma (igualdad “en” la ley) y en su aplicación (igualdad “ante” la ley). La tradición jurídica occidental, desde las revoluciones liberales (y su reivindicación de la igual capacidad jurídica de todos los ciudadanos, con la consiguiente abolición de los privilegios de nacimiento), viene entendiendo como especialmente odiosas, y por tanto de interpretación estricta y hasta cierto punto excepcional, las desigualdades de trato en el momento de la aplicación judicial y administrativa de la norma (la ley debe ser aplicada sin mirar a las personas). La igualdad en la aplicación (judicial y administrativa) del Derecho tiende, por ello, hacia la garantía de la identidad (o de la menor desigualdad posible) jurídica de trato. En la práctica, sin embargo, por la concurrencia de otros principios de signo potencialmente distinto, como el de la independencia del órgano judicial, se tiende a considerar de modo semejante al de igualdad en la creación de la diferencia de trato: igualdad equivaldría a razonabilidad de la diferente aplicación judicial.
Por el contrario, la idea de que el principio constitucional de igualdad vincula también al legislador y no sólo a los órganos terminales del Derecho es de acuñación reciente. G. Leibholz la propuso (aludiendo al “cambio de significado” de la igualdad), como técnica de control de la constitucionalidad de la ley, en su clásico estudio Die Gleichheit vor dem Gesetz (La igualdad ante la ley), de 1.925 (aunque fue una tesis minoritaria en el periodo de Weimar frente a la poderosa doctrina positivista) y él mismo se ocupó de aplicarla desde el Tribunal Constitucional Federal alemán después de la Segunda Guerra Mundial. Ahora bien, el momento de la creación del Derecho, sobre todo el que reviste forma de ley, goza de un amplio margen de libertad de configuración, del que, evidentemente, carece el Juez; en consecuencia, la vinculación del legislador al principio de igualdad es, necesariamente, de menor intensidad. De hecho, es característico de la actividad legislativa establecer diferencias de trato, atribuir especiales beneficios o cargas a determinados grupos de ciudadanos ¿Cómo conciliar la contradicción aparente entre el principio constitucional de igualdad y la potestad legislativa de diferenciar o clasificar? Una respuesta clásica la encontramos en el trabajo de Joseph Tussman y Jacobus Tenbroek: The Equal Protection of the Laws (1949). Distinguen estos autores entre la doctrina de la clasificación razonable y la doctrina de la clasificación sospechosa. Con carácter general, la cláusula constitucional de igualdad en relación con el problema de la potestad legislativa de establecer diferencias jurídicas de trato se reduce al requerimiento de razonabilidad. Éste es un estándar de control judicial muy débil, obviamente. Sólo permitirá declarar discriminatorios los tratos manifiestamente arbitrarios. Esto es lógico porque tal deferencia del juez frente al legislador garantiza que aquél no sustituya en sus juicios a éste.
2. Igualdad formal e igualdad material: una falsa contraposición. La comprensión del concepto de igualdad constitucional sostenida aquí arroja una nueva luz para situar de modo adecuado la contraposición clásica (pero superada, en mi opinión, en el contexto del actual modelo de Estado social y democrático de Derecho) entre la igualdad “formal” y la igualdad “real, material, substancial o de oportunidades”. Cabe distinguir estos dos tipos de igualdad, pero de ningún modo se hallan en contradicción: la igualdad substancial implica el deber para los poderes públicos de establecer diversas diferencias de trato jurídico en favor de ciertos colectivos sociales (la INFANCIA, la juventud, la tercera edad (PERSONAS MAYORES), los discapacitados físicos y psíquicos (DISCAPACIDAD), los CONSUMIDORES, los desempleados (SEGURIDAD SOCIAL), las familias (FAMILIA), etc.), en función de criterios de desigualdad no sólo jurídicamente razonables y válidos (que enervan cualquier posible discusión sobre la validez de esa diferencia de trato jurídico -si bien puede subsistir la disputa no sobre el “qué”, pero sí por el “cómo” y el “cuánto”-), sino, vale decir, especialmente legítimos en cuanto expresamente queridos por el constituyente. Es decir, la igualdad real, en el ESTADO SOCIAL, se ubica dentro del esquema conceptual de la “igualdad formal”: la igualdad “real” es la misma igualdad “formal” cuando entre en juego algún criterio de diferenciación de trato jurídico en favor de grupos sociales en desventaja querido por el constituyente o el legislador. Al contraponer radicalmente igualdad formal y real, se opera con un concepto de igualdad “formal” que la confunde con “identidad” (de trato) y de ahí las dificultades para encajar en ese contexto las desigualdades jurídicas de trato típicas de la igualdad real. Pero la igualdad (tampoco la “formal”) no es identidad: es un criterio que se presume racional para medir la legitimidad de las desigualdades de trato jurídico. Concurriendo criterios de desigualdad de trato como la infancia, las minusvalías, la carencia de empleo, etc., el juicio de igualdad, esto es, de razonabilidad de las diferencias, se torna más fácil: cuentan a su favor con una presunción constitucional (o legal) iuris tantum de validez.
3. La discriminación por indiferenciación o igualación. La discriminación por indiferenciación (que también, creo, podríamos llamar discriminación por igualación) es aquella que se produce por un trato jurídico idéntico de dos o más situaciones fácticas que son diferentes. No suele reconocerse ni en sede normativa ni en sede judicial. Una excepción es la Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que resuelve el caso Thlimmenos contra Grecia, de 6 de abril de 2.000. En efecto, el Tribunal de Estrasburgo apreció en ese caso un supuesto de discriminación por indiferenciación. El asunto era bastante claro. Al señor Thlimmenos se le impedía legalmente el acceso a la función pública de censor jurado de cuentas porque había sido condenado penalmente con anterioridad; pero lo había sido porque, como testigo de Jehová, se había negado a llevar uniforme militar. El Tribunal sostiene que no hay justificación objetiva y razonable para no tratar al señor Thlimmenos de modo distinto al de otras personas condenadas por delito grave y, por tanto, habría violación del art. 14 del Convenio de Roma en relación con el derecho de libertad religiosa del art. 9. Sin embargo, la doctrina Thlimmenos no parece estar consolidada en el Tribunal, pues sólo la aplicó en el citado asunto para alcanzar una solución justa (se trata, más bien, de una excepción más que de una regla).
Aunque no se suela reconocer la validez de la discriminación por igualación, la cuestión dista de estar clara. Las prohibiciones de discriminación en sentido estricto (racial, sexual, etc.), particularmente la categoría de “discriminación indirecta”, como agudamente ha observado E. Cobreros (2007: 102), reclaman la prohibición de tratar jurídicamente de modo idéntico a aquellos sujetos cuya diferente situación fáctica les puede ocasionar un impacto negativo. Coincido con él en que los tribunales no debieran negarse, por principio, a admitir que la igualdad constitucional prohíbe también la discriminación por indiferenciación. Ahora bien, me parece que hay una razón de peso que justifica una interpretación restrictiva de la admisibilidad de la discriminación por indiferenciación: la valoración y elección de los criterios o rasgos de diferenciación de trato entre sujetos es política y debe corresponder, en principio, a quien está legitimado constitucionalmente para ello: al legislador.No es lo mismo, me parece, el mandato de prohibición de trato (jurídico) desigual a quienes estén (de hecho) en situación igual o semejante, un mandato de perfiles bastante precisos, que el mandato de prohibición de trato (jurídico) igual a quienes estén (de hecho) en situación desigual, un mandato de formato impreciso por definición. En efecto, ¿cuánta desigualdad se requeriría para poder exigir en propio favor un trato distinto? La Sentencia Thlimmenos habla de una situación “sensiblemente” diferente. ¿Cómo se mide esa sensibilidad? Estará clara en los casos más extremos, pero no en la mayoría. Además, habría que distinguir el tipo de disposición porque, evidentemente, la exigencia de diferenciación deberá ser mayor en el caso del Derecho sancionador, pero menor en otros casos.Y es que el principal atractivo de la discriminación por igualación, la posibilidad que se abre al juez de apreciar una discriminación legislativa “real y efectiva” de alguna persona o grupo, constituye, al mismo tiempo, su principal peligro. En consecuencia, creo que debe admitirse la discriminación por indiferenciación, pero sólo de modo restrictivo, como una suerte de air-bag de seguridad frente a las arbitrariedades legislativas más flagrantes, esto es, más como una defensa frente a eventuales patologías legislativas que como una función fisiológica ordinaria de los tribunales.
4. Igualdad y prohibición de discriminación en sentido estricto. La doctrina de la clasificación (normativa) sospechosa se refiere sólo a aquellos supuestos en los que el criterio o rasgo de diferenciación de trato jurídico es la raza, el origen étnico, el sexo, la religión, la ideología, el nacimiento o cualquier otro que la experiencia histórica evidencie como proclives para configurar una diferencia peyorativa entre las personas, basada en prejuicios gravemente odiosos para la dignidad de la persona. En estos supuestos la diferencia entre grupos sociales conlleva un riesgo muy alto de catalogar a alguno de ellos como inferior. Admitido que el legislador pueda, en ocasiones, establecer diferencias jurídicas de trato en atención a tales criterios (en caso contrario, tendríamos que hablar de la doctrina extrema de la clasificación totalmente prohibida), el examen judicial de control de la diferencia normativa se deberá tornar mucho más riguroso. En la jurisprudencia norteamericana se aplican, en este sentido, los estándares del strict scrutiny test (para la raza) y el menos exigente del intermediate scrutiny test (en relación con el sexo).
En definitiva, hay que distinguir entre la doctrina de la clasificación (o diferencia jurídica de trato) razonable o principio general de igualdad (cuya vulneración produce una discriminación en sentido amplio) y la doctrina de la clasificación sospechosa o prohibición de discriminación en sentido estricto por alguna de las causas que los textos constitucionales suelen recoger (o percibidas por el legislador o los tribunales constitucionales como amparables en tal sede, dado el carácter normalmente abierto de la lista).
Pero principio de igualdad y prohibición de discriminación, aunque conceptos diferentes (en sentido y alcance, en el periodo de su emergencia histórica, en eficacia, etc.), guardan una relación de género (igualdad) a especie (prohibición de discriminación): la prohibición de discriminación es una variedad de la igualdad cuando el criterio de desigualdad que concurre es uno de los “sospechosos” (género, etnia, etc.).
5. Igualdad real y discriminación en sentido estricto. En contra de lo que usualmente suele afirmarse, tampoco son equivalentes, según creo, el concepto de igualdad substancial (en realidad, como hemos visto, encajable en el esquema interpretativo general de la igualdad “formal”, con la particularidad de la explicitación por el constituyente de la razonabilidad de las eventuales diferencias jurídicas de trato -no sólo permitidas, sino, incluso, pretendidas-) y la prohibición de discriminación en sentido estricto. Y no lo son porque las diferencias jurídicas de trato adoptadas para lograr una igualdad de oportunidades en favor de cualquier colectivo social situado en cierta desventaja fáctica son, en el sentido acuñado por R. Alexy (1993: 402 s.), un principio, esto es, un mandato a los poderes públicos de optimización, dentro de las posibilidades técnicas y financieras; y las prohibiciones de discriminación en sentido estricto (por razón de raza, sexo, etc.), además de incorporar principios, son una regla, más concretamente un auténtico derecho fundamental, es decir, un derecho subjetivo judicialmente exigible. El mandato de igualdad real está condicionado por tres factores: (1º) Depende de las posibilidades financieras y técnicas del país en cada momento. (2º) Su desarrollo por las distintas mayorías políticas que se vayan sucediendo puede ser, en aplicación de las diversas concepciones ideológicas y estratégicas en presencia, muy diferente; y ello es legítimo, en virtud del principio democrático. Como toda la Constitución, pero más aún, el Capítulo Tercero no es un programa, sino un marco de posibilidades de actuación. (3º) Pero no sólo la determinación de “cómo” fomentar la igualdad real está abierta, sino, incluso, la precisión de “qué” grupos sociales pueden ser beneficiarios de políticas de igualdad. De hecho, uno de los puntos característicos del constitucionalismo actual es una nueva sensibilidad no por la igualdad, sino por la desigualdad. Frente a la tradición iluminista de la Modernidad, que postulaba la autonomía del individuo, la universalización de la razón y la igualdad de los ciudadanos, el gusto por la diversidad actual (propio de la postmodernidad) propone la salvaguarda de la identidad del individuo en el marco de un grupo limitado y circunscrito (nuestro grupo), una pluralidad de esferas particulares de valores (que cuestionan la validez de una razón universal) y el reconocimiento de la igualdad (abstracta) como desigualdad en sentido concreto: un derecho igual a la desigualdad. Esto se traduce en exigencias de prestaciones compensatorias difíciles de cumplir.
Por el contrario, las prohibiciones de discriminación en sentido estricto ni deben hacerse depender de las posibilidades financieras y técnicas, ni deben estar en el centro de la polémica política de los partidos que compiten por la mayoría en el Parlamento (sino sustraída de ella por tratarse de derechos fundamentales genuinos -los derechos son “triunfos frente a la mayoría” según la feliz expresión de R. Dworkin), ni se debe poder referir a cualquier grupo social en desventaja, sino a aquellos que, según la experiencia histórica, son víctimas de una profunda y arraigada discriminación, marginación u hostilidad sociales. Es decir, son víctimas de un prejuicio o valoración social negativa hacia un grupo y sus miembros individuales, prejuicio a la vez causa y consecuencia de la vigencia de estereotipos o generalizaciones que atribuyen propiedades o caracteres a los miembros de un grupo sin considerar las diferencias realmente existentes entre ellos. La noción de estereotipo proviene, precisamente, del mundo de la imprenta: un tipo fijo en metal que sirve para producir múltiples imágenes en materiales porosos y dúctiles (papel, tela, etc.). Los estereotipos proporcionan una visión altamente exagerada de unas pocas características; algunos son inventados, carecen de base real o se muestran verosímiles porque en una pequeña proporción pueden ser reales; en los estereotipos negativos, o prejuicios, las características positivas se omiten o infravaloran, no aportan ninguna información sobre sus causas; no facilitan el cambio y, sobre todo, no tienen en cuenta las diferencias entre individuos del mismo grupo. Los rasgos de pertenencia de estos grupos son, comúnmente, inmodificables por el miembro individual y no dependen de la libre elección del sujeto, de su mérito y trayectoria individual, y suelen ser, además, transparentes, de suerte que, normalmente, se produce una cierta estigmatización social por el hecho de la simple pertenencia a un grupo que uno no ha elegido, del que normalmente no se puede salir y cuya pertenencia no se puede ocultar.
II. LAS PROHIBICIONES ESPECÍFICAS DE DISCRIMINACIÓN. Las prohibiciones de discriminación en sentido estricto surten dos efectos: uno negativo, la prohibición absoluta de cualquier trato jurídico diferenciado y perjudicial por el mero hecho de pertenecer al colectivo social que sufre la discriminación; y otro positivo: la licitud (diríamos, la especial licitud) de acciones positivas en su favor, pero de un modo aún más incisivo (por las razones apuntadas) que las acciones positivas comunes. Con la prohibición constitucional de discriminaciones concretas es “como si le pusieran dientes” al Estado social y su genérico mandato de igualdad de oportunidades.
El contenido del derecho fundamental a no ser discriminado por razón de raza, sexo, etc. comprende:
A. La igualdad de trato, esto es: a) La prohibición de discriminaciones directas. b) La prohibición de discriminaciones indirectas.
B. La igualdad de oportunidades, es decir, la licitud y exigencia de medidas de acción positiva.
1. Igualdad de trato.
1.1. Prohibición de discriminaciones directas. Esto es, de toda norma o acto que dispense un trato diferente y perjudicial en función de la pertenencia a uno u otro sexo, minoría étnica, minoría sexual, religiosa, etc.
Algunos tipos significativos de discriminaciones directas son, según el Derecho de la Unión Europea: (a) El acoso o conducta no deseada en relación con el origen étnico/racial, género, etc. realizada con el propósito o el resultado de violar la dignidad de una persona creando un ambiente intimidante, hostil, degradante, humillante u ofensivo. Un aspecto interesante es que alguna legislación europea, como la alemana, por ejemplo, no sólo prohíbe el acoso de los superiores en la empresa, sino que establece el deber para los empleadores de proteger a sus empleados de la discriminación producida por sus iguales o por terceros. (b) Las instrucciones para discriminar también deben ser consideradas como conductas discriminatorias. Un ejemplo lo proporciona una sentencia de la Cour de Cassation francesa de 7 de junio de 2.005, que estimó como discriminación prohibida la orden dada por un propietario de una vivienda a su gestor inmobiliario para que no arrendara la vivienda a personas con apellidos de “origen extranjero”.
1.2. Prohibición de discriminaciones indirectas. Es decir, de aquellos tratamientos jurídicos formalmente neutros respecto del sexo de los que derivan, por la desigual situación fáctica de hombres y mujeres afectados (o de mayorías y minorías étnicas, etc.), consecuencias desiguales perjudiciales por el impacto diferenciado y desfavorable que tienen sobre los miembros de uno y otro colectivo (de ahí que a este tipo de discriminación se la denomine también “discriminación de impacto”). El concepto de discriminación indirecta es una creación del Tribunal Supremo Federal de los Estados Unidos en la Sentencia Griggs versus Duke Power Company, de 8 de marzo de 1971. Se debatía en este caso si era conforme a la Constitución la práctica empresarial de una compañía de electricidad de Carolina del Norte de exigir para la contratación y/o la promoción haber completado los estudios secundarios y/o realizar dos test de inteligencia general, lo cual en la práctica perjudicaba a la comunidad negra. El Tribunal observó que estas medidas no tenían que ver con un mejor desempeño del trabajo y, con carácter general, sostuvo que prácticas como esas, “incluso aunque fueran neutrales en su intención” (y no racistas), no pueden mantenerse “si sirven para `congelar´ el statu quo de anteriores prácticas discriminatorias en el empleo”. Hay que mirar “a las consecuencias” de la política empresarial y “no sólo a su intención”. De modo que si una medida sirve en la práctica para excluir a los negros y no puede demostrarse su utilidad, debe prohibirse.
Una medida dirigida a impedir una clara discriminación indirecta es el deber de acomodación razonable que, según el art. 5 de la Directiva europea de igualdad laboral, consiste en adoptar aquellas medidas apropiadas para posibilitar a una persona con discapacidad tener acceso o participar en el progreso en el empleo o en la formación, a menos que tales medidas impusieran una carga desproporcionada al empleador. Tratar de modo idéntico a discapacitados y no discapacitados (es decir, no atender a este deber a favor de las personas con discapacidad) sería una conducta que impactaría negativamente sobre estas últimas. Como resulta evidente, el problema mayor de esta cláusula es su indeterminación, puesto que se establece bajo la reserva de no constituir una carga desproporcionada para el empleador. El párrafo 21 de la exposición de motivos de la Directiva de igualdad laboral proporciona algunos criterios para acotar la ambigüedad inicial de la cláusula, como el coste económico del deber, los recursos financieros de la empresa u organización de que se trate y la posibilidad de obtener fondos públicos o de otro tipo con esta finalidad. El deber de acomodación razonable juega en relación con la discapacidad, pero también podría hacerlo respecto de las convicciones/religiones.
1.3. Discriminaciones supuestas, presuntas, erróneas, ocultas. La discriminación múltiple. A las formas de discriminación mencionadas hay que añadir las discriminaciones “supuestas”, “presuntas” o “erróneas” (las que se basan en una presunción acerca de otra persona que no es fácticamente correcta, por ejemplo, discriminar a una persona por pensar que es lesbiana sin serlo), las “ocultas” (que el Tribunal Constitucional español confunde una y otra vez, sin ningún motivo, con las indirectas: un ejemplo, la negativa a alquilar una vivienda a un gitano que se intenta justificar en que ya ha sido previamente alquilada –sin ser verdad- es una discriminación oculta, pero directa, no indirecta) y las “discriminaciones por asociación”, esto es, las discriminaciones que pueden sufrir algunas personas por su relación con otras de especiales características (por ejemplo, a una mujer se la podría denegar un trabajo porque es la madre de un discapacitado, pensando que, por los cuidados que éste requerirá, faltará mucho al trabajo). No hay que olvidar que la Sentencia del caso Coleman, resuelta por el Tribunal de Justicia de la Unión el 17 de julio de 2.008, ha considerado que la discriminación por discapacidad protege también a aquellas personas que, sin estar ellas mismas discapacitadas, sufran discriminación directa o acoso en el empleo por estar vinculadas a una persona discapacitada (el Tribunal de Luxemburgo estimó que había habido discriminación laboral en el caso de un despido de una madre que cuidaba a su hijo discapacitado). En muchos Estados (entre otros, por el momento, España, pero también Austria, Bélgica, Chipre, Dinamarca, Finlandia, Italia, Letonia, Malta, Polonia o Eslovenia) no se contemplan estos supuestos en la legislación, de modo que se remiten a la interpretación judicial futura. En algunos Estados sí se recoge la discriminación assumed al establecer que la ley se refiere a la raza “real o supuesta” (por ejemplo, Francia). La Ley austriaca de 2.005 extiende su protección a las personas que cuidan a las personas discapacitadas. Pero, hasta donde sé, ninguna legislación contempla, por el momento, todas las nuevas categorías señaladas al mismo tiempo.
Otra forma de discriminación que puede ser directa o indirecta pero que, en todo caso, supone una violación de la igualdad de trato es la de discriminación múltiple o interseccional. El concepto de discriminación múltiple dista de ser claro, pero parece evocar todas aquellas situaciones en las que dos o más factores o rasgos de discriminación interactúan simultáneamente produciendo una forma específica de discriminación. Un ejemplo puede ser el de las mujeres de minorías étnicas, doblemente discriminadas por su género y su etnia, de una manera específica, diferente y más grave, que la que sufren los varones de su mismo grupo étnico. En realidad, a mi juicio, para que el concepto de discriminación múltiple sea operativo como objetivo de políticas públicas y como criterio de interpretación jurídica es imprescindible acotarlo con precisión. En este sentido, creo que habría que descartar, en primer lugar, la discriminación múltiple para describir las situaciones en las que una persona es discriminada sucesiva y no simultáneamente, en diversas relaciones sociales, por diversos rasgos sospechosos (género, etnia, discapacidad, etc.). Admitido que se trata de una discriminación en la que concurren diversos rasgos al mismo tiempo, tampoco, creo, tendría excesivo interés comprender en su contenido cualquier manifestación de este tipo, entre otras razones porque la lista de posibles combinaciones sería demasiado larga (por ejemplo, mujeres de minorías étnicas, mujeres discapacitadas, mujeres homosexuales y transexuales, mujeres mayores, mujeres dentro de confesiones religiosas, discapacitados de minorías étnicas, mayores discapacitados, jóvenes homosexuales, etc.), sobre todo si se toman en consideración no sólo dos rasgos, sino tres o más. Si todo es discriminación múltiple, nada lo es en realidad. Un concepto demasiado extenso pierde inevitablemente intensidad.
Aunque esta cuestión apenas ha sido estudiada (entre otras cosas porque el concepto es todavía más doctrinal y político que normativo y judicial), y, por tanto, todavía tampoco hay acuerdo en la literatura sobre el sentido y alcance de la discriminación múltiple, a mi juicio, la utilidad del concepto pasaría por su utilización sólo en los supuestos en los que concurren dos o más rasgos sospechosos configurando una discriminación específica que no sufren ni los miembros del grupo mayoritario, ni (y esto sería realmente lo peculiar del concepto) los miembros de la mayoría “privilegiada” del grupo minoritario. En otras palabras, la discriminación múltiple sólo debería utilizarse para identificar los casos en los que exista “una minoría (invisible y peor tratada) dentro de la minoría”. No es casual, en este sentido, que el concepto haya sido acuñado en la literatura feminista afro-americana de los Estados Unidos en relación precisamente con las mujeres de las minorías étnicas, que sufrirían una discriminación común a la de los varones de la minoría pero también una discriminación por parte de éstos. Esta visión más estricta del concepto de discriminación múltiple provocaría una lista más corta de supuestos, empezando, como se ha dicho, por las mujeres de las minorías étnicas. Otro ejemplo podría ser el de los homosexuales (tanto mujeres como varones) de las minorías étnicas. O el de las mujeres mayores en algunas situaciones.
2. Igualdad de oportunidades o mandato de acciones positivas. La prohibición de discriminaciones directas e indirectas tiende a exigir la identidad de trato entre hombres y mujeres, entre mayorías y minorías étnicas, entre homosexuales y heterosexuales, etc. similarmente situados, aunque de ello no cabe inferir, como ya se expuso, que toda diferenciación jurídica de trato deba ser de interpretación estricta. En otras palabras, el mandato de acciones positivas, la igualdad de oportunidades, no es una excepción de la igualdad de trato (en ese caso, el derecho consolidaría las diferencias sociales), sino su necesario complemento.
La experiencia histórica confirma, una y otra vez, que la identidad jurídica de trato entre mujeres y hombres, entre payos y gitanos, etc. actúa más bien como un instrumento de conservación del statu quo, más que como un punto de partida para un desarrollo futuro más igualitario. Cuando un Derecho neutral se enfrenta a un estado de desequilibrio social entre sexos, etnias, etc. y, paralelamente, se enfrenta a una situación de superior importancia del grupo de los varones, blancos y propietarios en el ámbito de las élites políticas y sociales, entonces no puede desempeñar una función de igualación y se llega, por el contrario, a una toma de partido unilateral en favor de los grupos dominantes y en detrimento de las minorías. En otras palabras, en una situación de desigualdad real y efectiva de las mujeres, de las minorías religiosas, etc., la adopción de un Derecho “neutro” no es una decisión neutral.
La política de fomento de la igualdad de oportunidades no tiene, además, el efecto exclusivo (aunque sea el más importante) de favorecer a los miembros del grupo minoritario, sino también a toda la sociedad. Es de interés común llevar a su desarrollo máximo el ideal social de la igualdad.
3. Acciones positivas y discriminaciones positivas. Una técnica distinta de las acciones positivas es la discriminación positiva o inversa, que adopta típicamente la forma de cuota y/o de regla de preferencia. A través de las discriminaciones positivas se establece una preferencia y/o una reserva rígida de un mínimo garantizado de plazas, particularmente escasas y disputadas (de trabajo, de puestos electorales, de acceso a la función pública o a la Universidad, etc.), asignando un número o porcentaje en beneficio de ciertos grupos, socialmente en desventaja, a los que se quiere favorecer.
La validez jurídica (y no sólo la eficacia social) de las discriminaciones positivas se discute en todos los ordenamientos. Se admite de manera más bien restrictiva. En España, por ejemplo, tan sólo ha habido una sentencia sobre el particular. El Tribunal Constitucional, en efecto, ha declarado constitucionalmente legítima la reserva de puestos de función pública para discapacitados (STC 269/1.994, de 3 de octubre). Los hechos que dan origen a la Sentencia son los siguientes: se convocaron plazas de administradores generales de la Comunidad de Canarias, reservando seis plazas a las personas afectadas por un 33% de minusvalía física, psíquica o sensorial, siempre que superasen las pruebas selectivas en condiciones de igualdad respecto de los demás aspirantes. La recurrente en amparo obtuvo 6,34 puntos en el concurso-oposición y llegó a tomar posesión de su plaza. Pero un discapacitado sensorial (afectado de sordera), que había obtenido 6,07 puntos, recurre ante el órgano administrativo correspondiente, exigiendo una de las seis plazas reservadas. La Administración estima su pretensión y deja sin plaza a la recurrente. Los órganos judiciales ordinarios confirman esta decisión. La demanda ante el Tribunal Constitucional invocaba discriminación y violación del principio de mérito y capacidad en el acceso a la función pública. La Sentencia, sin embargo, desestima el amparo. El Tribunal sostiene que, pudiendo incluirse las minusvalías dentro de las causas no típicas del art. 14 CE, la cuota establecida es una oferta de empleo público para un colectivo con graves problemas de acceso al trabajo y, por tanto, no sólo no vulnera el principio de igualdad del art. 14 CE, sino que es legítima y constituye un cumplimiento del mandato contenido en el art. 9.2 CE en relación con la integración de los disminuidos que ordena el art. 49 CE. La cuota establecida sería “una medida equiparadora de situaciones sociales de desventaja”, una medida que posibilitaría “la igualdad sustancial de sujetos que se encuentran en condiciones desfavorables de partida para muchas facetas de la vida social en las que está comprometido su propio desarrollo como persona”. Tampoco estima la Sentencia violación del principio de mérito y capacidad ya que la minusvalía no se ha valorado como mérito del sujeto, no se restringe el derecho de los que opositan por el turno libre, ni exceptúa a los sujetos favorecidos de demostrar su aptitud e idoneidad (superando el concurso-oposición).
En la Unión Europea, hay que recordar, aunque sea sucintamente la jurisprudencia del Tribunal de Justicia, para el que algunas formas de discriminación positiva sí son admisibles y otras no. Por ejemplo, una regla de preferencia de las mujeres en la promoción dentro del empleo público, siempre que en el nivel de puestos a cubrir exista infra-representación femenina (menos del 50%), que se respeten los principios de mérito y capacidad y que la regla de preferencia no sea absoluta o incondicionada, sino que permita apreciar en el competidor varón ciertos rasgos individuales que hagan inclinar la balanza a su favor, es conforme a Derecho comunitario (Sentencia Marschall, de 11 de noviembre de 1.997). Si la regla de preferencia es absoluta, no es conforme con el derecho comunitario (Sentencia Kalanke, de 17 de octubre de 1.995).
Desde un prisma netamente jurídico, para determinar la validez de las discriminaciones positivas, hay que realizar tres distinciones:
A) Como ya ha sido señalado, acciones positivas y discriminaciones distintas son conceptos distintos: a) Las discriminaciones positivas sólo se establecen para supuestos muy concretos de discriminación, la racial, la sexual, las derivadas de minusvalías físicas o psíquicas; es decir, discriminaciones caracterizadas por ser transparentes e inmodificables para los individuos que las sufren, que son considerados por la sociedad (al menos respecto de algunos aspectos) de forma negativa o inferior (la idea de prejuicio social está en el corazón de la discriminación). b) Las discriminaciones positivas se producen en contextos de “especial escasez”: puestos de trabajo, listas electorales, etc., lo que determina que el beneficio de ciertas personas tenga como forzosa contrapartida un claro y simétrico perjuicio a otras. Esto no ocurre con las medidas de acción positiva. c) Las discriminaciones positivas no dejan de ser discriminaciones directas (esto es, un trato diferente y perjudicial únicamente por razón del sexo, en este caso, del sexo que no está en algún aspecto socialmente en desventaja); por ello han de ser admitidas, aún en el caso de que se acepten, restrictiva y excepcionalmente. En particular, deberían cumplir las exigencias del contenido esencial del derecho fundamental a no ser discriminado por razón de la raza, el sexo, etc., es decir, deberían superar los estrictos requisitos del principio de PROPORCIONALIDAD (como límite de los límites a cualquier derecho fundamental):
- Mientras que las acciones positivas son deberes de los poderes públicos, las cuotas y/o reglas de preferencia son una herramienta que tienen los poderes públicos en determinados casos y bajo ciertas condiciones y que pueden o no actuar o hacerlo de un modo u otro.
- Necesidad: sólo podrá acudirse a la regulación por cuotas cuando no fuera posible lograr el mismo objetivo de equiparación en un sector social determinado y en un tiempo razonable a través de las medidas menos extremas de acción positiva.
- Objetividad: habrá de acreditarse objetiva y fehacientemente (a través de estadísticas comparativas) la desigualdad de hecho arraigada y profunda (esto es, la subrepresentación femenina) en el ámbito concreto de la realidad social de que se trate.
- Transitoriedad: la cuota y/o regla de preferencia tiene, por naturaleza, carácter transitorio. Su establecimiento y duración deberá limitarse estrictamente al periodo de tiempo necesario para lograr la igualación de las condiciones de vida en el sector social donde la minoría estuviera subrepresentada. En todo caso, la discriminación positiva no puede actuar como una exclusión absoluta y permanente del sector de población excluido.
- Legalidad: por afectar a una materia tan sensible para el Estado de Derecho como son los derechos fundamentales, las discriminaciones positivas en el derecho público sólo podrían establecerse por ley; sólo el procedimiento legislativo asegura la pluralidad y publicidad necesarias para la adopción de tales medidas (RESERVA DE LEY).
En definitiva, la técnica de la discriminación positiva implica dos consecuencias: un trato jurídico diferente y mejor a una persona o grupo respecto de otro similarmente situado y, de modo simétrico, un trato jurídico diferente y peor a otra persona o grupo. Las acciones positivas sólo desarrollan el primer efecto. Las discriminaciones positivas son siempre en realidad, y a pesar de su finalidad presuntamente favorable (la igualdad de oportunidades de las mujeres, los gitanos, etc.), discriminaciones directas (esto es, tratamientos jurídicos distintos y perjudiciales para alguien en razón de su sexo, raza, etc., los de la mayoría). Por el contrario, las medidas de acción positiva ni constituyen un trato “perjudicial” (aunque sea diferente) hacia los varones, los payos, etc. (en efecto, a las “ventajas” para unos no les corresponden simétricos “perjuicios” para otros similarmente situados), ni constituyen una excepción de la igualdad, sino, precisamente, una manifestación cualificada de la misma.
B) En relación con las discriminaciones positivas, hay que diferenciar entre discriminaciones electorales, laborales privadas y de ingreso y promoción en la función pública (los tres escenarios típicos de las cuotas y preferencias). Cada uno de estos ámbitos conduce a resultados interpretativos distintos: las cuotas en el ingreso y promoción en la función pública serían conformes al Derecho comunitario, bajo las condiciones establecidas en la doctrina Marschall del Tribunal de Justicia de la Unión, (aunque en nuestro ordenamiento sea muy difícil imaginar un supuesto en el que una mujer y un hombre puedan llegar a tener exactamente la misma capacidad y mérito para poder aplicar la regla preferente en favor de la mujer -regla que siempre debe dejar la puerta abierta a que circunstancias particulares que concurran en el candidato masculino que compite por el puesto hagan inclinar finalmente la balanza a su favor-).
En el ámbito laboral privado nada obsta, sin embargo, en mi opinión, sino todo lo contrario, a que las empresas, voluntariamente a través de la negociación colectiva, implanten un sistema de targets, es decir, la obligación asumida por el responsable de selección de personal de conseguir un determinado objetivo de redistribución por sexos en la empresa dentro de un plazo determinado (obligación que no configura un derecho subjetivo para las trabajadoras, sino tan “sólo” el deber de motivar el eventual fracaso en conseguir el resultado predeterminado). En todo caso, se impone la distinción entre la fuente pública o privada, y el carácter imperativo o voluntario -incentivado o no-, de la medida de discriminación positiva; en principio, se presentan más obstáculos para admitir las discriminaciones públicas establecidas obligatoriamente.
C) Finalmente, hay que prestar cuidadosa atención al tipo de grupo social en desventaja llamado a disfrutar de las medidas de trato preferencial: mujeres, minorías étnicas, discapacitados, etc. La distinta naturaleza de la discriminación que sufre cada grupo social en desventaja justifica un cierto tipo de medidas en favor de la igualdad de oportunidades de sus miembros pero no otras, configurando un particular Derecho antidiscriminatorio. A estos efectos puede resultar útil el análisis que el Derecho norteamericano (el pionero y más desarrollado en el campo del Derecho antidiscriminatorio) efectúa del concepto de “grupo desventajado” como sujeto de alguna prohibición específica de discriminación. Dos teorías principales compiten en mostrar la naturaleza de la “desventaja” a considerar: la del proceso político, de John Hart Ely y la teoría del estigma, de Kenneth Karst. Elegir una u otra opción puede conducir a resultados interpretativos distintos. (DISCAPACIDAD, MUJER, MINORIAS, DISCRIMINACION RACIAL, LGBT, EXTRANJEROS).
BIBLIOGRAFÍA. R. Alexy: Teoría de los derechos fundamentales, CEC, Madrid, 1993; E. Cobreros: “Discriminación por indiferenciación: estudio y propuesta”, en Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 81, 2.007, pp.102-108; J.H. Ely: Democracy and Distrut. A Theory of Judicial Review.Harvard University Press, 1.980, p. 82; K. Karst: (“Equal Citizenship under the Fourtheenth Amendment”, Harvard Law Review, vol. 91, nov. 1.977, pp. 1-68); G. Leibholz: Die Gleichheit vor dem Gesetz, 1.925; F. Rey: El derecho fundamental a no ser discriminado por razón de sexo. MacGraw-Hill, Madrid, 1.995; J. Tussman y J. Tenbroek: The Equal Protection of the Laws, California Law Review, n. 3, septiembre 1.949, vol. XXXVII, pp. 341 y ss.