I. RECORRIDO HISTÓRICO DEL CONCEPTO. En los albores del Estado constitucional, los planteamientos pluralistas contravenían la teoría de la soberanía (Hobbes) y el concepto monista del Estado, es decir, el monopolio de la producción del derecho que aquél se atribuía como nueva y revolucionaria forma de organización política.
El primer liberalismo continental europeo, curiosamente, se opuso frontalmente a las teorías pluralistas. Ello se debió a que los revolucionarios europeos debieron hacer frente a la fuerte resistencia que opusieron al movimiento constitucional-liberal los elementos —señaladamente las monarquías— procedentes del Antiguo Régimen; resistencia que, por cierto, perduró durante todo el siglo XIX y parte del XX. Por ello Rousseau condena los cuerpos intermedios y solo reconoce al individuo y la voluntad general encarnada en la representación nacional sin mediaciones de ningún género. Se trataba, pues, de dotarse de un cuerpo teórico que arrumbase con la sociedad estamental y gremial del Antiguo Régimen. Los revolucionarios americanos, en cambio, al no estar tan directamente amenazados por esos elementos resistentes, no fueron tan beligerantes con los postulados pluralistas. De ahí que, por ejemplo, Madison viese precisamente en los grupos el perfecto antídoto contra la tiranía. Pero, en cualquier caso, resulta muy revelador en este sentido que las primeras declaraciones de derechos, como la de Virginia de 1776 y la del Hombre y del Ciudadano de 1789, no incluyesen el derecho de ASOCIACION. O que la Constitución francesa de 1791 declarase en su Preámbulo abolidas las instituciones que hieren la libertad y la igualdad de los derechos, tales como las corporaciones de profesiones, artes y oficios.
Sin embargo, el Estado, lejos de languidecer como auguraba (y anhelaba) el liberalismo, creció progresivamente hasta llegar a adoptar la forma del Estado Social. Fue entonces cuando ese mismo liberalismo devolvió su atención a las asociaciones y organizaciones sociales como el único bastión con garantías frente al crecimiento desbocado del Estado.
Ya en el siglo XIX, Tocqueville había dado cuenta de un fuerte movimiento asociacionista que surgía espontánea y profusamente en los Estados Unidos, y que operaba como una suerte de contrapeso frente al poder público federal y estatal. Y en Europa el fabianismo inglés propugnó un pluralismo que auspiciaba una cierta autonomía de las distintas asociaciones frente al poder político estatal.
Pero fue en el siglo XX cuando se desarrollaron las teorías pluralistas con una también pluralidad de enfoques entre ellas. Así, los postulados pluralistas comprendían la crítica del concepto de soberanía estatal como sostenía Laski quien, por cierto, introdujo por vez primera el término pluralismo en 1915; o, como Bentley, la concepción de la política como un proceso de interacción entre grupos; o, en fin, la negación del Estado como única instancia creadora de derecho patrocinada por Duguit o por la teoría institucionalista de Santi Romano.
En un sentido completamente inverso a lo que había acaecido, como se ha indicado, en los albores del constitucionalismo, en el primer tercio del siglo XX los grupos sociales y asociaciones fueron contemplados por la ideología demoliberal como la única garantía del individuo frente a la fuerza devastadora de los Estados totalitarios que recorría por entonces la Europa continental.
II. EL PLURALISMO COMO LÍMITE A LA ACTUACIÓN DE LOS PODERES PÚBLICOS Y GARANTÍA DE DERECHOS. Desde esta última perspectiva —las organizaciones sociales y asociaciones como límite al poder del Estado— el pluralismo comporta una serie de consecuencias en forma de mandatos al legislador que, a la postre, se traducen en reconocimiento de derechos individuales.
La que quizá resulte más evidente es la exigencia impuesta por el pluralismo a los poderes públicos del respeto y no interferencia en la libre constitución y libertad de acción de los grupos en que la sociedad se articula. La autonomía de los distintos grupos y asociaciones es una condición irrenunciable de las propuestas pluralistas. Supone además una renuncia expresa del Estado a interferir en la libre ordenación de la sociedad, lo que, por lo demás, es una característica propia del constitucionalismo demoliberal. Y esta exigencia se traduce en el reconocimiento y garantía de los derechos de REUNION y ASOCIACION, como derechos de titularidad individual y ejercicio comunitario que aseguran la consecución de los objetivos pluralistas. A su vez, el reconocimiento de estos derechos presupone el reconocimiento de la libertad ideológica y de expresión (LIBERTAD DE CONCIENCIA, IDEOLOGICA Y RELIGIOSA, LIBERTAD DE EXPRESION) de los miembros que integran las distintas organizaciones sociales y propicia a su través el derecho de PARTICIPACIÓN de los mismos en los asuntos públicos.
Las distintas asociaciones y organizaciones sociales canalizan el derecho de participación de los individuos en los asuntos públicos a través de los distintos mecanismos de democracia participativa que se disponen en las modernas democracias al servicio de aquéllas. Así, y a modo de ejemplo, el artículo 51.2 de la Constitución española remite a la ley la regulación de un trámite de audiencia a las organizaciones de consumidores y usurarios en aquellas cuestiones que les puedan afectar; o el artículo 105 a) que igualmente dispone la articulación legal de la «audiencia de los ciudadanos, directamente o a través de las organizaciones y asociaciones reconocidas por la ley, en el procedimiento de elaboración de las disposiciones administrativas que les afecten». Por tanto, en las democracias pluralistas las decisiones son abiertas, ya que los órganos políticos llamados a decidir consultan a los representantes de los intereses en juego, y públicas, porque el procedimiento de adopción de las mismas está sujeto al escrutinio de los medios de comunicación que lo transmiten a la opinión pública (Sibjanski). Ello exige un alto nivel de reconocimiento de las asociaciones y organizaciones sociales que intervienen en el proceso de toma de decisiones y prácticas de buen gobierno (ADMINISTRADOS). Asimismo, las distintas organizaciones pueden servir de vehículo para que los individuos ejerzan el derecho de PETICION.
Pero de los principios pluralistas derivan también exigencias en el ejercicio del derecho de participación a través de los órganos e instituciones propios de la democracia representativa. Esas exigencias se refieren tanto al procedimiento de selección como al funcionamiento mismo del órgano representativo.
El mecanismo utilizado para trasladar a las instituciones representativas las preferencias políticas de una sociedad pluralista, esto es, el sistema electoral, debe reflejar lo más fielmente posible esa pluralidad de opciones políticas que conviven en el seno de la sociedad. No obstante, todo procedimiento electoral implica necesariamente una selección entre las distintas opciones en liza y, en consecuencia, también una cierta limitación del pluralismo.
En cuanto a la articulación interna del órgano representativo, ésta debe ser estrictamente respetuosa con la pluralidad de grupos existentes en su seno y su identidad. No es suficiente tampoco una mera constatación nominal de la composición plural del órgano representativo, sino que además es preciso que en su funcionamiento interno se habiliten los instrumentos necesarios que garanticen el respeto a las MINORIAS y posibiliten el control por éstas de las mayorías.
Desde un planteamiento más general pero no menos importante, el pluralismo requiere para su propia supervivencia que la TOLERANCIA presida las relaciones entre los distintos grupos como principio básico de convivencia. El principio pluralista es inviable sin el principio de tolerancia. Así pues, el respeto y preservación del pluralismo comporta la obligación por parte de los poderes públicos de promover y garantizar una educación que fomente la tolerancia entre sus valores formativos y, a su vez, el correlativo derecho individual a recibir ese tipo de educación (EDUCACION EN DERECHOS HUMANOS). Solo así, bajo el paraguas del principio de tolerancia, pueden coexistir grupos de signo distinto y aun opuesto, propiciarse el respeto a la diferencia, el derecho a la disidencia y la singularidad e identidad de las minorías.
III. PLURALISMO POLÍTICO Y PLURALISMO SOCIAL. Esta distinción es oportuna ya que por lo general los textos constitucionales reservan el pluralismo político a un particular tipo de asociaciones: los PARTIDOS POLITICOS. La diferencia más relevante a los efectos que ahora interesa entre los partidos políticos y las demás organizaciones sociales es que los primeros tienen como objeto principal de su actividad la acción política, es decir, se postulan con programas de alcance general para ocupar órganos de poder político que les permitan ejecutar dichos programas y, en su caso, llevar a cabo una trasformación global de la sociedad. Son, como es sabido, los partidos políticos instrumentos indispensables para aglutinar las preferencias políticas de los individuos y posibilitar su participación política en las democracias de masas. Esa función de correa de transmisión entre el individuo y los órganos del Estado sólo la cumplen —al menos hasta ahora— los partidos políticos. Por eso, en definición ya clásica, se ha acuñado la expresión «Estado de partidos» y no «Estado de grupos».
Ciertamente, como ya se ha tenido ocasión de señalar, en las modernas democracias pluralistas los centros de decisión política se abren a organizaciones sociales y grupos de interés que gozan incluso de reconocimiento constitucional. Sin embargo, tales grupos, expresión del pluralismo social, sólo intervienen en los procesos de decisión política con carácter consultivo, puntual y sectorial. Participan en los procesos de toma de decisiones pero en unas condiciones que en modo alguno los puede siquiera acercar —muchos menos equipar— a los partidos políticos.
Sin embargo, el pluralismo político no se agota tampoco en la libre competencia de los partidos políticos. Éstos, sin duda, están llamados a expresar el pluralismo político de la sociedad, sin perjuicio de que, por ejemplo, puedan también concurrir a los distintos procesos electorales agrupaciones no partidarias de electores.
Así pues, ni el pluralismo político se identifica completamente (aunque casi) con los partidos políticos, ni el pluralismo social carece de relevancia política. Antes al contrario, la tiene, y mucha. Es fácil vislumbrar su magnitud si se contempla el fenómeno pluralista desde la perspectiva de los grupos lingüísticos, étnicos, religiosos y hasta territoriales, el cual suele por cierto integrar alguno o todos los anteriores.
De hecho, esa dimensión étnico-cultural del pluralismo ha tenido un impacto notable en el constitucionalismo iberoamericano en lo que al reconocimiento de derechos de los pueblos INDIGENAS, comunidades campesinas y nativas se refiere. Así se ve reflejado, por ejemplo, en el artículo 2 de la Constitución mexicana, o en los artículos 89, 149 y 191 de la Constitución peruana.
Mención especial en este sentido merece la prolija Constitución Política de Bolivia de 2009, que recoge a lo largo de su articulado toda una panoplia de previsiones y medidas dirigidas a preservar, proteger y promover las singularidades étnico-culturales y políticas de los pueblos indígenas. Tales disposiciones, sintetizando mucho, establecen una cuota de parlamentarios indígenas; un sistema judicial indígena campesino que coexiste con la justicia ordinaria; un Tribunal Constitucional plurinacional; el derecho a la autonomía y el autogobierno indígena, así como el reconocimiento oficial de sus entidades territoriales e instituciones, y la propiedad exclusiva de los recursos forestales de su comunidad (arts. 2, 3, 5, 11, 26, 30-32, 80, 83, 86, 93, 95, 98, 100, 103, 119, 146, 147, 179, 190-192, 197, 199, 206, 209, 210, 211, 218, 255, 264, 265, 269, 270, 273, 278, 284, 289-296, 303, 304, 307, 319, 337, 340, 352, 353, 374, 385, 388, 391, 392, 394, 395, 397, 403, y 405).
BIBLIOGRAFÍA. A. Aparisi Miralles y M.ª C. Díaz de Terán (coords), Pluralismo cultural y democracia, Aranzadi Thomson Reuters, Cizur Menor (Navarra), 2009; P. Häberle, Pluralismo y constitución: estudios de teoría constitucional de la sociedad abierta, (estudio preliminar y traducción de E. Mikunda-Franco), Tecnos, Madrid, 2002; J. Jiménez Campo, «Pluralismo político», Enciclopedia Jurídica Básica, vol. III, Civitas, Madrid, 1995; G. Peces-Barba, Los valores superiores, Tecnos, Madrid, 1986; O. Pérez de la Fuente, Pluralismo cultural y derechos de las minorías: una aproximación iusfilosófica, Dykinson, Madrid, 2005; A. Torres del Moral, Estado de Derecho y Democracia de partidos, Publicaciones de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, Madrid, 1991.