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Voces en Derechos Humanos

  • Término: ADMINISTRACION DE JUSTICIA


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    Autor: Jesús María González García


    Fecha de publicación: 09/05/2011 - Última actualización: 21/09/2012 13:47:42


    I.          LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA COMO EJERCICIO DE LA  FUNCIÓN JURISDICCIONAL. En una primera acepción, se entiende por administración de Justicia la “acción o resultado de administrar Justicia”. Nos encontramos, por tanto, ante un sinónimo de ejercicio de la jurisdicción, o de función jurisdiccional. Este sentido es el utilizado por los tratados de Derecho para definir (y distinguir) a la jurisdicción del resto de las funciones jurídicas del Estado (la legislación y la administración) o, si utilizamos la ordenación clásica de los poderes del Estado (de Montesquieu hasta el presente), su triple división en poder legislativo, poder ejecutivo y poder judicial (ESTADO DE DERECHO). Según esta perspectiva, mientras que el legislativo se residencia en el Parlamento y el ejecutivo en el Gobierno de la Nación (o, en sistemas de poder descentralizado, en los gobiernos regionales, federales y locales), el poder judicial corresponde a los juzgados y tribunales cuando administran Justicia, es decir, cuando dicen o hacen el Derecho en el caso concreto o, si se prefiere, cuando ejercen su función constitucional de tutela y realización del Derecho objetivo en casos concretos.

    De acuerdo con la conformación actual de la función de jueces y magistrados, “administrar justicia”,  esa suprema contribución a la consecución de la paz social en supuestos concretos de controversia jurídica entre partes, exige, en un Estado de Derecho, tener a la ley como pauta esencial a la que aquellos están constitucionalmente sometidos: de hecho, la sumisión del juez a la ley y al Derecho es entendida como garantía esencial de éste frente a ataques a su independencia provenientes de terceros, pero también debe ser garantía ciudadana frente a la extralimitación de los jueces y magistrados, con el fin de evitar que sus decisiones se produzcan al margen de la ley o en virtud de criterios que, por legítimos que se quieran entender,  rebasan las fronteras legales.

    La administración de justicia es, de este modo y como ya hemos puesto de manifiesto (González García, 2008), una de las diferentes acepciones de la palabra jurisdicción —es decir, etimológicamente, de la jurisdictio o dicción del Derecho—,  y consiste así en una función pública derivada de la soberanía del Estado que se atribuye a los jueces y magistrados, en solitario o colegiadamente integrados en Secciones o en las Salas de Justicia de los Tribunales. Sin embargo, esa función soberana requiere de la confluencia de muy diversos factores para que pueda ser ejercida. En primer lugar, precisa de la existencia de procesos regulados en la ley, que no son sino modelos de comportamiento para aportar al juez las pretensiones y los hechos en que se basa, de suerte que pueda aplicar el Derecho sobre una realidad que, por no ser parte del pequeño trozo de historia sometido a su consideración, no conocía previamente. En segundo lugar, de la puesta a su disposición de unos medios materiales de los que pueda valerse para desarrollar su trabajo, en un sentido lato (desde la existencia de una sede física, hasta la puesta a disposición de los materiales propios de la labor del jurista). En tercer lugar, de la existencia de medios personales o humanos que auxilien al juez en el perfecto desempeño de sus quehaceres: esa es la razón por la cual los órganos jurisdiccionales cuentan con una serie de profesionales que, en la medida establecida en la ley, coadyuvan a la decisión judicial, desde el secretario de la corte, hasta el personal administrativo subalterno. Todo ello conforma un marco complejo de elementos y relaciones jurídicas, tributarios todos ellos del acto final del juez, es decir, del acto de administración de justicia o, si se prefiere, de ejercicio de la función jurisdiccional.

     

    II.       LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA COMO ORGANIZACIÓN JURISDICCIONAL. Las consideraciones anteriores nos permiten contemplar la administración de Justicia desde otra perspectiva. Reconocida la existencia de una función pública estatal —la función jurisdiccional—, que deriva de la soberanía, es preciso aceptar también la existencia de unos órganos públicos a los que se encomienda por el ordenamiento jurídico y a los que compete el ejercicio de esa función pública de administrar Justicia con carácter de exclusividad. El conjunto de esos órganos jurisdiccionales, diseminados a lo largo del territorio de cada Estado en virtud de los criterios objetivos y territoriales, da lugar a una organización compleja, a la que llamamos igualmente Jurisdicción; y también, en el lenguaje jurídico común, Administración de Justicia, aunque en ocasiones para referirse, desde un punto de vista genérico, a todo lo que tiene que ver, directa o colateralmente, con el ejercicio de la función jurisdiccional: así pues no es extraño incluir dentro de la denominación materias que, aun vinculadas con ella, no forman parte en sentido estricto de la administración de justicia, ni como función ni como organización.

    Ocurre de este modo, por ejemplo, con el Ministerio Público o con la Administración penitenciaria (DERECHO PENITENCIARIO), que propiamente hablando no son órganos jurisdiccionales ni ejercen la jurisdicción, pero que ordinariamente se inserta en el contexto de la Administración de Justicia, en cuanto que órganos que coadyuvan a su consecución o a la ejecución de sus disposiciones.

     

    III.     DE LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA AL PODER JUDICIAL. Cuestión también de interés es la confrontación de la voz Administración de Justicia con la expresión Poder Judicial, frecuente en muchos textos constitucionales. La expresión Administración de Justicia pertenece a la tradición iberoamericana (en España, aparece ya en la Constitución de 1812); del Poder Judicial hablaban, por su parte, otros textos constitucionales (1837, 1856 y 1869), amén de la vigente Constitución de 1978. La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos establece, asimismo, el Poder Judicial (arts. 94 a 107), al igual que lo hace, por ejemplo, la Sección tercera del Título primero (Segunda Parte) de la Constitución de la Nación Argentina, los arts. 138 y siguientes de la Constitución Política del Perú o el Capítulo VI de la Constitución Política de Chile; la Constitución Colombiana, de 1991, se refiere, de otro modo, a la “Rama judicial”, y a la administración de justicia, en sus arts. 228 y siguientes.

    La mención en las Constituciones políticas del Poder Judicial no puede separarse de la voluntad de remarcar la autonomía y separación de la administración de justicia con respecto a los demás poderes del Estado. La Jurisdicción no se subordina al Ejecutivo ni al Legislativo, y ello lleva al constituyente a reconocerla como un poder. Hablar de Poder Judicial evita, por otra parte, la connotación negativa de la voz Administración de Justicia, consistente en su consideración como un mero apéndice del poder ejecutivo, más que como un auténtico poder autónomo y diferenciado, en un plano de igualdad dentro del sistema general de contrapesos de poder en que consiste el Estado de Derecho.

     

    IV.    LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA COMO COMPETENCIA EXCLUSIVA DEL ESTADO. La administración de Justicia es una manifestación o derivación de la soberanía de los Estados, de ahí que todo lo que tenga que ver o se refiera a ella pertenezca también a la esfera soberana del Estado. Con todo, esta afirmación requiere ser matizada, pues depende en buena medida del modelo de organización territorial del poder. Tratándose de un Estado unitario (Francia, por ejemplo), la Administración de Justicia es única, como única es la soberanía. En Estados Federales (México, Estados Unidos de América), la organización de la Administración de Justicia se caracteriza por las separación entre Justicia federal y la que corresponde a cada uno de los Estados que integran la federación, creándose una compleja organización integrada por diferentes circuitos de jurisdicción.

    Existen casos peculiares, como el español, en que a pesar del elevado grado de descentralización administrativa, la Administración de Justicia sigue siendo única, como único es, por disposición constitucional, el cuerpo de jueces y magistrados que ejercen la jurisdicción, constituyendo este dato uno de los rasgos que de forma más evidente impiden caracterizar el Estado español como Estado federal (DESCENTRALIZACION). Ello no es óbice, sin embargo, para que el hecho autonómico se refleje, de uno u otro modo, en diferentes aspectos de la organización de la justicia española a través de la participación de los gobiernos regionales en aspectos accesorios y complementarios, como son, por ejemplo, la dotación de medios materiales a los tribunales y juzgados o la determinación de la capitalidad de los partidos judiciales.

     

    V.       ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA Y DERECHOS HUMANOS. La administración de justicia cumple en la actualidad un papel determinante en la protección de los derechos humanos. La juridificación de los derechos políticos de los ciudadanos, expandida a lo largo de la segunda mitad del siglo veinte como reacción enérgica contra los efectos de la segunda guerra mundial, ha otorgado a los tribunales de justicia un papel protagonista en la aplicación y determinación del contenido de estos derechos, así como en el control de la actividad de los poderes públicos, lo que les convierte en garantía de su efectividad.

    La vinculación entre la Administración de Justicia y los derechos humanos se produce por diversas vías. En primer término, por la firma y ratificación por parte de los Estados nacionales de los convenios internacionales que contienen catálogos de derechos. Es el caso, por ejemplo, de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948, o del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, aprobado en Nueva York —también en el seno de la ONU— en 1966. De no menor importancia son otros documentos de carácter regional: para Europa, la Convención Europea para la protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales (usualmente conocida como Convenio Europeo de Derechos Humanos), aprobado en Roma en 1950, en el seno del CONSEJO DE EUROPA, y la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, aprobada en 2000 e incorporada hoy al Tratado constitucional de Lisboa de 2007 (Art. 6); en América, destaca la Convención Americana sobre Derechos Humanos, de 1969.

    La creación de este cuerpo legal de carácter supranacional ha permitido la extensión a muchas naciones de catálogos elementales de derechos y, con ello, su universalización; bien es cierto que su grado de implantación en el plano interno depende de los límites constitucionales de cada Estado, así como de la virtualidad coercitiva de las instituciones internacionales de tutela de los Convenios, sea el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, con sede en Ginebra (Suiza), para el Pacto de 1966, la Corte Europea de Derechos Humanos, con sede en Estrasburgo (Francia), para el Convenio de Roma de 1950, o la Corte Interamericana de Derechos Humanos, con sede en San José de Costa Rica, para la Convención Americana sobre Derechos Humanos; o, más recientemente en el tiempo, la Corte Penal Internacional para los países firmantes del Estatuto de Roma de 1998.

    Los catálogos internacionales de derechos humanos inciden también, no obstante, en el plano de los ordenamientos nacionales, en la medida en que el legislador interno los asume como parte de su acervo jurídico y los introduce en disposiciones positivas de carácter nacional, sea en sus catálogos de derechos constitucionales, sea en normas de rango inferior a la Constitución. La consecuencia directa es, en ambos casos, que la tutela de los derechos humanos desciende del plano supranacional al ámbito interno, lo cual coloca a la Administración de Justicia en una posición angular a la hora de interpretar su alcance y contenido, y también a la hora de someter a control a los poderes públicos y de medir su grado de respeto por parte de los ciudadanos y de las autoridades del Estado.

    En este estadio de vigilancia juegan diferentes mecanismos de protección. Por una parte, el control de constitucionalidad de los poderes públicos a través de instituciones genuinas como es, por ejemplo, el juicio de AMPARO, nacido en México y exportado a otras naciones —como es el caso, por ejemplo, del recurso de amparo en España, con matices propios pero también con innegables semejanzas—. La garantía jurisdiccional de los derechos humanos puede ser de carácter concentrado, de suerte que se encargue a un solo tribunal diferenciado la competencia para hacerlo (es el caso, por ejemplo, del Tribunal Constitucional de España, del Consejo Constitucional Francés o del Tribunal de Garantías Constitucionales ecuatoriano), o el sistema de control difuso, en el que todos los tribunales de justicia tienen jurisdicción para someter a control el respeto a los derechos humanos y la constitucionalidad de las leyes (por ejemplo, Estados Unidos de Norteamérica, tras la sentencia del caso Marbury contra Madison, dictada por el juez Marshall; en México, el juicio de amparo puede promoverse ante la Suprema Corte de Justicia, del poder judicial de la Federación, o ante jueces distritales o tribunales colegiados, dentro de los poderes judiciales de los Estados; en Chile, la acción de protección y la de amparo se atribuyen por su Constitución Política a tribunales de la jurisdicción ordinaria, reservándose al Tribunal Constitucional el control de leyes). La creación de cortes constitucionales diferenciadas de las jurisdicciones ordinarias pretendía, de acuerdo con el pensamiento de Hans Kelsen, proclamar la supremacía de la CONSTITUCION, incluso por encima del poder judicial, garantizando un control negativo de constitucionalidad. Su evolución ha conducido, con los matices propios de cada ordenamiento nacional, a aceptar en su seno también la competencia para someter a control y tutela los derechos humanos.

    Sea uno u otro el modelo a seguir, es lo cierto que en los sistemas de control difuso de constitucionalidad suele existir siempre la voz última y unificadora de una Corte Suprema, aunque cada tribunal pueda, con plena jurisdicción, declarar la inconstitucionalidad de una ley contraria a los derechos constitucionalmente reconocidos o anular un acto derivado de los poderes públicos contrarios a esos mismos derechos. Por su lado, en los sistemas de control concentrado, el control del Tribunal Constitucional no es directo, sino el último peldaño de un procedimiento para el que se suele requerir un previo pronunciamiento de los tribunales y cortes de la jurisdicción ordinaria. De este modo, no es extraño que un tribunal ordinario pueda anular un acto de los poderes públicos por contrario a los derechos humanos, si bien es más restringida su jurisdicción a la hora de declarar inconstitucional una ley o disposición de carácter general.

    Dado además que las decisiones de los Tribunales Constitucionales y de las Supremas Cortes de Justicia nacionales tienen un efecto doctrinal de gran contenido para los tribunales ordinarios (en algunos casos, incluso, tienen efecto vinculante directo), los derechos humanos son, a la vez que objeto de tutela por parte de los juzgados y tribunales, pauta que marca el límite de su actuación. Las cortes de justicia ejercen la jurisdicción dentro de unos límites de justicia y eficacia que marcan las leyes procesales, pero en la mayoría de las ocasiones delimitadas en los propios textos constitucionales o en los convenios internacionales antes referidos, que, tras su ratificación, pasan a formar parte de los ordenamientos nacionales y, por ende, de directa aplicación jurídica. Los jueces están, pues, sometidos a los catálogos de derechos humanos reconocidos por las constituciones y a la interpretación que de esos derechos hacen los órganos competentes, pertenezcan o no a la propia jurisdicción ordinaria.

    En resumen, los derechos humanos mantienen con la Administración de Justicia una relación de doble sentido. Por un lado, son pauta de control de la actuación de los poderes públicos, un control que ejercen, de forma garantista, los tribunales de justicia. Por otro lado, constituyen un límite a los propios tribunales, quienes ejercerán la jurisdicción siempre con respeto a unas exigencias mínimas de justicia establecidas en los propios catálogos de derechos. Es el caso del derecho al proceso debido que reconocen el art. 14 del Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos de las Naciones Unidas, el art. 6.1 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, o el art. 8 de la Convención Americana de Derechos Humanos. Todo ello conforma un marco de tutela y garantía de gran amplitud, en el que las proclamaciones internacionales de derechos se erigen como pauta de interpretación del derecho interno y también, en determinados casos, como norma de directa aplicación en el plano nacional.

     

    VI.    EL DEFENSOR DEL PUEBLO Y LA PROTECCIÓN JURISDICCIONAL DE LOS DERECHOS HUMANOS. La institución del Ombudsman o DEFENSOR DEL PUEBLO no se integra dentro de la administración de justicia. Ello quiere decir que no le corresponde a él la garantía jurisdiccional de los derechos, lo cual no significa que entre sus competencias no sean identificables funciones que coadyuvan a la labor tutelar de los tribunales y demás poderes públicos en materia de derechos humanos. Desde el punto de vista jurisdiccional, el papel del defensor del pueblo en materia de derechos humanos suele ser de parte del proceso. No es extraño el reconocimiento de LEGITIMACION activa al defensor del pueblo para ejercer la acción de amparo, aunque se trata de una función cuya definición corresponde a los legisladores nacionales. También puede actuar como amicus curiae, con función asesora para los tribunales de justicia. Fuera del campo procesal, la labor del defensor del pueblo, en su potestad de informe, se extiende a la concienciación social, a través de la denuncia y comunicación pública de situaciones concretas en que los derechos humanos han sido violados por actuaciones de particulares o de los poderes públicos.

    Se suma esta función a otros instrumentos no jurisdiccionales ordenados a la tutela de los derechos humanos. Es el caso, por ejemplo, de la labor de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos de México, en la resolución de quejas de los ciudadanos.

     

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