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Voces en Derechos Humanos

  • Término: TERRORISMO


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    Autor: Miguel Revenga


    Fecha de publicación: 10/05/2011 - Última actualización: 10/05/2011 00:02:48


    I.          CONCEPTO. Aunque el concepto de terrorismo ha sido desde siempre objeto de debates y controversias, un punto fuera de discusión es que se trata de un tipo de criminalidad cuyas connotaciones políticas le separan de la que podemos adjetivar como criminalidad común. Queda también fuera de cualquier discusión que la perpetración de actos terroristas supone siempre la más radical vulneración de los derechos humanos de quienes se ven afectados por ellos. Una de las notas que más se repiten cuando se trata de caracterizar el terrorismo, es la que se refiere al elemento intencional de quienes recurren a él. Forma parte de la esencia del terrorismo la voluntad de conferir a la violencia extrema de quienes lo practican una justificación instrumental. Y ello en un doble sentido: por un lado, en lo que pudiéramos llamar la cobertura ideológica del acto criminal – en la trastienda de la violencia terrorista hay siempre un discurso ideológico más o menos elaborado – y, en segundo lugar, en la consideración de la propia actividad terrorista como el medio a través del cual el grupo que la preconiza y la practica se hace presente ante la generalidad de los ciudadanos. El terrorismo sublima la violencia elevándola a la categoría de un rito que se funda en la despersonalización de las víctimas y en el desprecio por sus derechos; pero los objetivos de la criminalidad terrorista van siempre más allá de lo concreto, porque su designio perverso apunta hacia la delimitación de culpabilidades colectivas, que se administran a conveniencia para difundir entre la población un clima de ansiedad y miedo.

     

    II.       EL TERRORISMO EN EL MUNDO ACTUAL Y LA RENOVADA TENSIÓN ENTRE LOS VALORES DE SEGURIDAD Y LIBERTAD. Con ése u otros nombres, el terrorismo es un fenómeno del que se tiene noticia desde antiguo, pero seguramente nunca como en el mundo del siglo XXI había alcanzado una resonancia tan intensa. Las impresionantes novedades a las que hemos asistido en el terreno de las tecnologías de la información han ido de la mano de un conjunto de transformaciones sociales y geopolíticas a las que venimos poniendo la imprecisa etiqueta de la globalización. Ésta no responde, quizá, más que a nuestras dificultades para captar lo rápido e intensamente que está cambiando el mundo en el que habíamos vivido durante las cuatro décadas que van desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta la caída del muro de Berlín. El final de la Guerra Fría despertó unas expectativas de aquietamiento histórico que probablemente eran insensatas. Aunque lo cierto es que no duraron más allá de lo que tardamos en contemplar por las pantallas de televisión cómo impactaban contra los símbolos más sensibles del poderío político y financiero norteamericano unos aviones suicidas. Un relato construido con esos componentes hubiera pasado por fantasioso. Pero pocas cosas hay tan ciertas como el hecho de que a la interconexión global, como una de las definitivas marcas distintivas de este siglo, le ha salido un fenómeno concomitante y muy apegado a ella: el terrorismo de impronta yihadista y alcance global. Es un terrorismo que, mal que nos pese, ha dado un salto cualitativo porque se apoya en la exacerbación de todas y cada una de las características que, desde siempre, han venido relacionadas con la violencia terrorista. Lleva su cobertura ideológica al extremo de asociarla con ciertas interpretaciones sesgadas del Libro sagrado de una de las grandes religiones de la escena mundial. Y al santificarla, convoca a la acción letal de unos adeptos dispuestos a inmolarse por la causa. Alberga una visión maniquea de la realidad, en la que la pertenencia al grupo de las víctimas potenciales se produce por la conjunción de factores, religiosos y culturales, meridianamente discernibles: el no creyente practica un estilo de vida (del que, por cierto, forma parte la cultura de los derechos humanos) que se adscribe a una “civilización” demoníaca. En lo organizativo, se ajusta como un guante a las características de la modernidad líquida; posee una estructura de células tan flexible y lábil, que no es exagerado referirse a Al Qaeda – “La Base” – como un atractivo logo del que se valen diversos grupos y grupúsculos en régimen de franquicia. Y asestó, en fin, su golpe más sonado en horario estelar y con la máxima audiencia.    

    Tristemente, a punto de cumplirse los diez años desde los atentados del 11 de septiembre, hay pocas cosas que puedan decirse sobre la relación entre el terrorismo y los derechos humanos prescindiendo de todas la consecuencias que ha traído dicho suceso epocal. En una rápida enumeración, podría decirse que en el plano de la teoría ha revitalizado el interés sobre ciertos  pensadores y categorías políticas que hoy están más en boga que nunca. Puede ser Thomas Hobbes y sus concepciones sobre la seguridad y el temor al otro como el impulso psicológico decisivo que lleva al ser humano a  consentir la dominación política. Y es, desde luego, Carl Schmitt y su idea de la política como la contraposición entre el amigo y el enemigo, y su insistencia en la normalidad y en la excepción como categorías clave para entender el conflicto político. Que lo excepcional se nos ha convertido hoy en algo habitual y rutinario es lo que explica el filósofo italiano Giorgio Agambem en su decisiva contribución sobre el asunto. El cuadro se completa con la difusión del arquetipo de una sociedad a la que se le dice del riesgo (Ulrich Beck), y con un auge del valor de la prevención, que se nos muestra disponible para olvidar los caducos apegos hacia las previsiones y los resabios de naturaleza garantista.

    Pero la impronta del 11 de septiembre sobre la relación entre terrorismo y derechos humanos no es sólo, ni principalmente, una impronta que afecte a los modos de teorizar las bases de nuestra convivencia en sociedad, o a la identificación de los temas de nuestro tiempo. Actúa, sobre todo, como un catalizador de la tensión entre los valores de la SEGURIDAD CIUDADANA y de la LIBERTAD –una tensión ahora globalizada – en torno a la cual, y prescindiendo de las salvedades que corresponderían a  los diversos lugares en los que ella se manifiesta, pueden identificarse una serie de topoi o argumentos comunes.

    1.      El agrietamiento del derecho a la integridad física y moral. Un primer argumento tiene que ver con uno de los pocos derechos absolutos que hoy conforman un sistema de DERECHOS FUNDAMENTALES digno de tal nombre. Me refiero a la prohibición de la tortura y de los tratos inhumanos y degradantes (INTEGRIDAD FISICA Y MORAL). Establecida como un imperativo conectado con una de las pocas ideas originales y verdaderamente formativas del constitucionalismo posterior a la Segunda Guerra Mundial, ha experimentado un cuarteamiento por obra de cierta dialéctica del “mal menor” con la que, en ningún caso, deberíamos transigir. Lo alarmante es que, en un empeño imposible, dicha dialéctica aspiró a cobrar estatuto jurídico en unos infamantes Informes sobre los interrogatorios coercitivos que ciertos rábulas de la Administración norteamericana prepararon para el presidente Bush. Las imágenes de la prisión de Abu Ghraib (hoy inmortalizadas en la famosa serie pictórica de Fernando Botero) representan un icono de alguna de las cosas que le estarán siempre vedadas a un país civilizado. Y nunca está de más recordarlo, porque la experiencia nos enseña que las torturas y los crímenes de lesa humanidad son parte del peor legado del siglo XX, con especial incidencia en los países de América Latina que se vieron sometidos, de manera particularmente intensa, a lo que con toda razón merece el calificativo de terrorismo de Estado.

    2.      Violación del derecho a la tutela judicial y las garantías procesales. La segunda cuestión se refiere a lo que representa quizá la garantía con más solera de cuantas conforman nuestros sistemas de derechos fundamentales. Me refiero, claro está, a la garantía del habeas corpus, esto es, algo tan sencillo como la revisión por el juez ordinario de la privación de libertad. El símbolo de alcance planetario está representado aquí por Guantánamo, ese espacio o no-lugar huérfano de derecho, concebido para eludir la aplicación de la garantía del debido proceso mediante una estrategia de dos pasos: primero, creando desde la nada una categoría espuria, la de combatiente enemigo, con el fin de cerrar el paso a las garantías ordinarias así como a la aplicación de la Convención de Ginebra sobre trato de los prisioneros de guerra; y segundo, pretendiendo una redefinición en negativo del alcance de aquellas garantías constitucionales por razón del territorio. Todo ello sin limitaciones o condicionamientos temporales relativos a plazos máximos de enjuiciamiento, y acompañado de la implantación de una jurisdicción militar ex post, así como de un proceso diseñado más para castigar que para enjuiciar de manera imparcial: presunción de culpabilidad y fuertes limitaciones a los derechos de defensa y aportación de pruebas por el detenido. Guantánamo ocupa un puesto destacado en la peor tradición norteamericana de abusos de poder al socaire de circunstancias bélicas. Sólo que la “guerra” tiene aquí unas connotaciones sin parangón histórico y de difícil asimilación a todo aquello que en el lenguaje corriente, así como en el normativo (o en el técnico o especializado), hemos tenido hasta ahora por tal cosa. Ser sospechoso de implicación en actividades terroristas se ha convertido por doquier, tras el 11 de septiembre, en un sumidero en el que se evapora, o se diluye, una garantía que tiene un gran valor para quien se ve privado de libertad, y cuya aplicación, en condiciones adecuadas al cumplimiento de la finalidad que la inspira, no se alcanza a ver por qué ha de ser la pesada rémora para luchar contra el terrorismo con la que suelen justificarse las derogaciones o las fórmulas de excepción (SUSPENSION DE DERECHOS).

    3.      Nuevas restricciones de los derechos fundamentales so pretexto de la lucha contra el terrorismo. El tercer asunto al que quiero referirme tiene que ver con el ensanchamiento de las limitaciones de los derechos fundamentales bajo los imperativos de la lucha contra el terrorismo. Algunos de ellos, en especial, se nos aparecen sometidos a tal acoso sistemático que quizá no queda más alternativa que claudicar y reconocer que la brecha entre el reconocimiento normativo y la realidad de su aplicación práctica es ya irremediablemente insalvable. Pienso, sobre todo, en el derecho a la intimidad, ese vetusto derecho a cuyo servicio las Constituciones suelen situar la garantía de la autorización judicial expresa para intervenir nuestras comunicaciones o ingresar en nuestros domicilios (SUSPENSION DE DERECHOS). La operación de desmontaje de las garantías tiende a comenzar en este ámbito por cercenar el carácter previo del control judicial. Pero, siendo grave tal modo de proceder, lo verdaderamente demoledor para la pervivencia de un derecho que, al fin y al cabo, está concebido para no perder el control sobre lo que queremos que se sepa de nosotros, es la despreocupación con la que parecemos haber renunciado al mismo. El uso masivo de la telefonía celular y de la red deja un rastro puntualísimo del que somos bien conscientes y del que preferimos desentendernos porque las ventajas que nos reporta el recurso a una y otra vía de comunicación sobrepasan con creces los inconvenientes del posible espionaje sin control. Por no hablar de la ingente cantidad de datos a cuyo almacenamiento contribuimos cada día mediante los actos más nimios (PROTECCION DE DATOS). En esas condiciones, las protestas por la intimidad que hemos perdido suenan más bien como los cantos de sirena de los mismos seres que afrontamos con estoicismo la incomodidad de los controles aeroportuarios. Son los inconvenientes de esta época de sofisticación tecnológica y, al mismo tiempo, de generalización de cierta conciencia de fragilidad y desconcierto.

    En el caso de otros derechos, como la LIBERTAD DE EXPRESION o el derecho de ASOCIACION, el acoso del terrorismo está propiciando, como digo, nuevas lecturas del ámbito de las restricciones a las que pueden someterse legítimamente los derechos al objeto de preservar la seguridad. La libertad de asociación, en su vertiente de creación de partidos políticos, experimentó, por ejemplo, en España un giro decisivo en 2002, al aprobarse una nueva Ley de Partidos que posibilita la disolución judicial de aquellas organizaciones cuya conducta reiterada atestigüe connivencia o colaboración con organizaciones terroristas. El espaldarazo del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (caso Herri Batasuna y Batasuna v. España) a la disolución de un partido en aplicación de la nueva ley (e indirectamente de las sentencias del Tribunal Constitucional en la que éste convalidó la constitucionalidad de las mismas: SSTC 5/2004 y 6/2004, de 16 de enero) está en consonancia con una deriva de la jurisprudencia europea,  más dada cada vez a recurrir al tópico de la democracia militante a la hora de justificar ciertas restricciones a los derechos impuestas por los Estados, y que denotan la incompatibilidad frontal del terrorismo con los valores subyacentes al Convenio Europeo de 1950. Si bien, en lo que se refiere a la libertad de expresión, la línea que separa lo constitucionalmente admisible de lo penalmente relevante, por configurarse como apología del (o incitación) al terrorismo, es bastante tenue. Hablando en términos generales, creo que la tendencia apunta a una sobreabundancia de tipos penales (captación, adoctrinamiento, proselitismo, etc.) que tratan de hacer frente al terrorismo en todas sus posibles manifestaciones, pero que no siempre aparecen en consonancia con aquella lectura de la libertad de expresión (¿propia de tiempos normales?) que enfatizaba su potencial para difundir ideas hirientes, molestas o chocantes.

     

    III.    UN HALO DE ESPERANZA A LA REAFIRMACIÓN DE LOS INSTRUMENTOS DEL ESTADO DE DERECHO EN LA LUCHA CONTRA EL TERRORISMO. Hasta aquí hemos analizado la tensión entre terrorismo y derechos humanos intentando resaltar, en el espacio del que disponemos, los factores que, desde nuestra particular óptica, reflejan ciertas tendencias generalizadas. Lo indicado es sólo una parte pequeña de la historia; una punta del iceberg que, sin embargo, quedaría incompleta si no le añadiéramos la otra parte del costado. Esta otra parte es, por cierto, mucho más amable y esperanzadora para todos aquellos que confiamos en los instrumentos del ESTADO DE DERECHO y en su capacidad para hacer frente al terrorismo sin claudicar de sus señas de identidad. Tiene bastantes componentes, pero todos se encuadran en una u otra de estas dos categorías: ciertas decisiones judiciales que han sabido hacer valer, contra viento y marea, la causa del Derecho, por un lado; y ciertas tomas de posición de instituciones y organizaciones internacionales que aciertan a afrontar la cuestión de la lucha contra el terrorismo con realismo y espíritu crítico, esto es, con plena conciencia del desafío que afrontamos y con plena convicción de que no hay mejor camino para atajarlo que reafirmar el valor de los derechos, por otro. Me limitaré a dar algunos ejemplos.

    Por lo que se refiere a la prohibición de la tortura y los tratos inhumanos y degradantes (artículo 5 de la DUDH), la saga de casos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos es tan nutrida que cuesta seleccionar un ejemplo. Citaré el caso Almonacid Arellano y otros contra Chile, no sólo porque el tema de fondo es allí el terrorismo de Estado practicado sistemáticamente por el régimen de Pinochet, sino porque se trata de una sentencia decisiva para el entendimiento del Convenio Interamericano como un instrumento del orden público transnacional al que los Estados parte deben acomodar su conducta. Y cómo no tener en cuenta además la sentencia de la Corte Suprema de Argentina de 14 de junio de 2005 (caso Simón, Julio Héctor y otros. Expediente 1767/2002, Tomo 38, Letra S, Tipo RHE) anulando las llamadas Leyes de punto final y obediencia debida, así como, por lo que se refiere al ámbito europeo, la decisión de la Gran Sala del TEDH, de 19 de febrero de 2009, en el caso A y otros contra el Reino Unido. El Tribunal rebate ahí con contundencia la idea de que el acoso del terrorismo es un factor que debe utilizarse para ponderar el alcance de la prohibición de tortura del artículo 3, y rebajar los estándares de la llamada “protección de rebote”, esto es, la imposibilidad de realizar expulsiones a países que practican la tortura. Sobre Guantánamo y las garantías del habeas corpus, la saga de casos resueltos desde 2005 por el Tribual Supremo de los Estados Unidos culmina en el caso Boumediene contra Bush, fallada en junio de 2008. Es una decisión muy interesante por muchos motivos, en especial, en lo que tiene de contribución al viejo debate sobre las correspondientes responsabilidades del Presidente y los jueces en la salvaguarda de la seguridad nacional. Pero es también una sentencia que deja ver las  limitaciones inherentes a la decisión jurídica. La mayoría del Tribunal ha acabado por reconocer que los internos en Guantánamo tienen derecho a una revisión judicial de carácter ordinario, pero eso sirve de poco a todos aquellos que continúan al cabo de los años pendientes de que su caso sea sometido a una primera audiencia por parte de las Comisiones Militares. Recomendaría finalmente las tres decisiones de la Corte Constitucional de Colombia (816, 817 y 818 de 2004) en las que ésta se enfrenta al fallido intento de reforma constitucional auspiciado por el Gobierno de Álvaro Uribe con el fin de implementar su estrategia de seguridad por medio del llamado Estatuto Antiterrorista.

    Las tomas de posición reflejadas en actos o instrumentos normativos de organizaciones internacionales que pueden traerse a colación son, en una enumeración mínima, las siguientes: la Convención Interamericana contra el terrorismo, de 2002, y el Convenio del Consejo de Europa para la prevención del terrorismo, de 2005. Y también, y por último, el Proyecto de Ley Marco sobre terrorismo aprobado por el PARLATINO, en octubre de 2006, así como las Guidelines o líneas maestras aprobadas por el Consejo de Europa a la que deberían ajustarse los Estados miembros en la lucha contra el terrorismo.

     

    BIBLIOGRAFÍA. B. Ackerman, Antes de que nos ataquen de nuevo. La defensa de las libertades en tiempos de terrorismo, Barcelona, Península, 2007; G. Agambem, Estado de excepción, Valencia, Pretextos, 2004; A. Dershowitz, ¿Por qué aumenta el terrorismo?, Madrid, Encuentro, 2004; M. Ignatieff, El mal menor. Ética política en una era de terror, Madrid, Taurus, 2005; J.L. Pérez Francesch (coord.), Libertad, seguridad y transformaciones del Estado, Barcelona, ICPS, 2009; CH. Powell y F. Reinares (coords.), Las democracias occidentales ante el terrorismo; M. Revenga, “Garantizando la libertad y la seguridad de los ciudadanos en Europa: Sobre nobles sueños y pesadillas en la lucha contra el terrorismo”, Parlamento y Constitución, 10 (2006/2007); M. Revenga, “Tipos de discurso judicial en la guerra contra el terrorismo. A propósito de la sentencia del Tribunal Supremo norteamericano Boumediene contra Bush”, Teoría y Derecho. Revista de Pensamiento Jurídico, 4 (2008); M. Revenga, “Protección multinivel de los derechos fundamentales y lucha contra el terrorismo. A propósito de las listas negras y otras anomalías de la Unión”, Revista Vasca de Administración Pública, 82 (2008)

        

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