I. NOCIÓN(ES) Y EVOLUCIÓN DE LA JUSTICIA UNIVERSAL. Una aproximación a la justicia universal evoca, de entrada, la persecución sin fronteras de las graves violaciones de los derechos humanos como un ultraje a la humanidad que repele a la conciencia mundial. Cuando se aborda la cuestión de los más graves atentados contra la dignidad humana y su repercusión internacional, se repara en seguida en el alcance de la responsabilidad por dichas acciones atentatorias como factor de estabilidad democrática mundial. En efecto, la escena política y económica mundial de finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI ha comportado una superación del ya clásico debate acerca de la obvia consideración transfronteriza de los derechos humanos en conexión con la tensión dialéctica entre la soberanía estatal y la posible injerencia o intervención en los asuntos internos, lo que no ha evitado la irrupción de controvertidas nociones como la “acción o guerra preventiva”.
En cualquier caso, no procede en esta sede un acercamiento a esa tensión dialéctica, sino un enfoque más acorde con la evolución de la situación mundial. Lo cual supone poner el punto de mira no tanto en el exclusivo uso de la fuerza (aun cuando éste pueda estar autorizado por la Organización de las NACIONES UNIDAS y, por tanto, no responda formalmente a alardes de imperialismo), sino en otros mecanismos legales de exigencia de responsabilidad que no generen un sentimiento nacionalista peligrosamente exacerbado de rechazo a la acción internacional o extranjera, sino que bien al contrario coadyuven a robustecer el orden democrático nacional del país afectado y, por ello mismo, el concierto democrático internacional: en especial, una justicia universal concebida desde una doble vertiente, a saber, una jurisdicción penal internacional y unas jurisdicciones nacionales con proyección extraterritorial.
Si con la Carta de San Francisco de 1945 quedó confirmado el principio de no injerencia en los asuntos internos como elemento de convivencia pacífica internacional, al tiempo se ponían las bases para la superación de una visión clásica del Derecho internacional que venía incidiendo en los Estados como únicos actores y en las personas como meros receptores de la acción exterior. Se daba paso así, tras la Segunda Guerra Mundial y con el fin de conjurar el riesgo de un nuevo ultraje para la humanidad, al nacimiento del DERECHO INTERNACIONAL DE LOS DERECHOS HUMANOS como disciplina que consideraba al individuo sujeto activo, capaz incluso, más allá de la eventual protección diplomática y consular (la cual ha conocido igualmente una evolución), de poner en entredicho a su propio Estado o a aquél bajo cuya jurisdicción se encontrara. Se producía, de este modo, un avance asimismo respecto a la aportación complementaria del DERECHO INTERNACIONAL HUMANITARIO.
Ahora bien, la intensificación de las relaciones internacionales y la mayor concienciación de la opinión pública mundial con relación a las graves violaciones de los derechos humanos, han forjado nuevos avances jurídicos frente a las necesidades emergentes. Así, la evolución en materia de defensa de los derechos humanos ha ido acompañada del nacimiento de otras disciplinas más recientes como el Derecho internacional penal que, por cierto, se ha nutrido a su vez de una experiencia normativa interna asimismo avanzada (DERECHO PENAL internacional, Derecho militar internacional, Derecho procesal internacional, o Derecho constitucional internacional, como más sobresalientes). De esa experiencia, en lo que afecta a Iberoamérica, vale la pena efectuar una primera alusión a la actuación y primeros pronunciamientos de justicia universal de algunos órganos jurisdiccionales nacionales (verbigracia, la acción incisiva de la Audiencia Nacional española y la interpretación benévola del Tribunal Constitucional español en este terreno) como verdadero desafío y acicate para el progreso de la jurisdicción penal internacional.
En todo caso, la experiencia normativa nacional debe verse como complementaria de la internacional y viceversa, pues la fuente interna y la supranacional se retroalimentan para optimizar el sistema global de derechos humanos, lo mismo que se retroalimentan el juez nacional y el juez internacional en una deseable acción de sinergia. En estas coordenadas, desde luego, el Estatuto de Roma de 1998 de la Corte Penal Internacional (CPI) marca un antes y un después, un verdadero hito, en el desarrollo de la justicia universal, con el reconocimiento a escala internacional de los principios de SEGURIDAD JURIDICA y de legalidad penal. Ello no obstante, el camino no está totalmente desbrozado, razón por la cual, con la difícil consolidación de las jurisdicciones penales internaciones sigue conviviendo la difícil acción universal de tribunales nacionales que redundan en tardanzas procesales beneficiosas para los verdugos (recuérdese que Pinochet murió sin ser juzgado por sus crímenes el 10 de diciembre de 2006, es decir, el día internacional de los derechos humanos por una mala ironía del destino) o se ensayan tribunales mixtos o híbridos (de carácter nacional e internacional, como el creado en julio de 2006 para juzgar los crímenes contra la humanidad cometidos entre 1975 y 1979 por el régimen represor de los jemeres rojos, cuyo modelo ya había sido puesto en marcha en otros supuestos como el de Sierra Leona o fue objeto de debate asimismo como posible mecanismo para juzgar a Sadam Hussein).
II. LA CORTE PENAL INTERNACIONAL (CPI).
1. Antecedentes. Ya es tradicional establecer los orígenes o antecedentes de una jurisdicción internacional penal en los acuerdos internacionales relativos a la guerra, citándose al efecto ya los Convenios de la Haya de 1899 y 1907 sobre arreglo pacífico de controversias internacionales, el Tratado de Versalles de 1919 que selló el fin de la primera guerra mundial estableciendo el principio de punibilidad de los crímenes de guerra, la Carta de Londres de 1945 que creó el primero de los tribunales militares internacionales habidos en la historia (el de Nuremberg) seguido luego por el de Tokio (establecido mediante el Estatuto del Tribunal Militar Internacional del Extremo Oriente de 1946), la propia Carta de Naciones Unidas de 1945 que prohibió la guerra salvo en casos de legítima defensa, así como –por supuesto– los cuatro Convenios de Ginebra de 1949 que imponen a los Estados signatarios la obligación de incriminar en sus ordenamientos penales internos las infracciones en ellos tipificadas. Junto a estos acuerdos de sesgo bélico, se mencionan asimismo los convenios internacionales referentes a delitos comunes que atentan contra intereses merecedores de tutela universal, en materia de lucha contra la esclavitud, tráfico de esclavos, trata de mujeres y niños, tráfico de drogas, piratería aérea y apoderamiento ilícito de aeronaves, sin olvidar obviamente el genocidio, el terrorismo, el secuestro de personas internacionalmente protegidas y la tortura.
Con estos antecedentes y, tampoco cabe obviarlo, la “presión” de la justicia penal interna ejercida en algunos casos notorios en ciertos países con apoyo en el principio de la jurisdicción universal, lógicamente el antecedente inmediato de la CPI viene constituido por la creación de los Tribunales ad hoc para la ex Yugoslavia y Ruanda. Mas, como es sabido, el gran talón de Aquiles de ambas experiencias radica en que se erigen en órganos jurisdiccionales carentes de los caracteres de permanencia y generalidad propios de la CPI. Por añadidura, a diferencia de los Tribunales Internacionales para la ex Yugoslavia y Ruanda, que fueron creados por sendas resoluciones del Consejo de Seguridad, en virtud del capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas, la CPI se establece sobre una base convencional, mediante el tratado multilateral denominado Estatuto de Roma, celebrado bajo los auspicios de las Naciones Unidas. Al margen de lo anterior, el más inmediato antecedente del Estatuto de Roma es el borrador de Código de Crímenes contra la Paz y la Seguridad de la Humanidad, que fue aprobado en lectura definitiva por la Comisión de Derecho Internacional de Naciones Unidas en julio de 1996.
2. El Estatuto de Roma de 1998. Constituye el colofón de una serie de trabajos y negociaciones cuyo origen coincide, prácticamente, con el nacimiento de las Naciones Unidas, y que ha aunado esfuerzos legislativos, doctrinales y jurisprudenciales rompiendo con viejos dogmas del Derecho Penal, tales como el principio de territorialidad de la ley penal, basado en la idea de soberanía nacional, que cede a un nuevo principio de jurisdicción universal asentado en otras teorías como la de la ubicuidad. Efectivamente, la Conferencia de Roma, tras largas e intensas negociaciones, consiguió culminar la elaboración del Estatuto, cuyo texto fue aprobado por 120 votos a favor, incluyendo a todos los países de la Unión y la gran mayoría de los países occidentales, 7 en contra y 21 abstenciones; el objeto del Estatuto era claro: la creación de la CPI como instancia judicial independiente, aunque vinculada con las Naciones Unidas, con carácter permanente y alcance potencialmente universal, y con competencia para enjuiciar los crímenes de mayor trascendencia para la comunidad internacional en su conjunto.
El Estatuto de Roma constituye un extenso corpus de Derecho internacional penal que, en la deseable articulación de la fuente nacional e internacional, ha puesto de manifiesto la existencia de algunas cláusulas que han suscitado problemas de constitucionalidad a la hora de ser ratificado por los Estados: así, el Estatuto pone en entredicho el estatuto especial del Jefe del Estado y de los representantes parlamentarios y gubernamentales de un país (artículo 27 del Estatuto) como causa eximente de responsabilidad penal (improcedencia o inadmisibilidad del cargo oficial como excusa absolutoria); o modula las funciones de los jueces y fiscales nacionales en la persecución de los delitos; o pone cortapisas a las prerrogativas gubernamentales de gracia o indulto. Las referidas cláusulas no han sido obstáculo para la ratificación del Estatuto en algunos países, especialmente en aquellos cuyos textos constitucionales autorizaban expresamente la transferencia de competencias soberanas en estas materias (por ejemplo, España). Al contrario, en otros países que no cuentan con una cláusula análoga de apertura supranacional que dote de flexibilidad a la interpretación del edificio constitucional, fue preciso acometer la reforma de la respectiva Ley Fundamental (verbigracia, Colombia). En gran parte de los supuestos, la contradicción o no entre el Estatuto de Roma y la Constitución política nacional es declarada o dictaminada por la jurisdicción constitucional o equivalente de cada país (por ejemplo, Sentencia de 8 de abril de 2002 del Tribunal Constitucional chileno).
Una vez superada la dificultad inherente a la diversidad de sistemas políticos y jurídicos entre los Estados participantes en la Conferencia de Roma, el Estatuto resultante de sus deliberaciones fue un texto completo (se estructura en un preámbulo y 128 artículos, agrupados sistemáticamente en trece partes) que regula todos los aspectos necesarios para la puesta en marcha y el eficaz funcionamiento de la CPI: su establecimiento, composición y organización; el Derecho aplicable y los principios generales del Derecho Penal que han de inspirar su actuación; la delimitación de sus competencias, tanto desde el punto de vista material como espacial y temporal; la tipificación de los delitos y las penas a imponer, así como las reglas para la ejecución de éstas; las normas procesales y de funcionamiento de los órganos judiciales, y los mecanismos de colaboración con los Estados y con otros organismos internacionales para la mejor consecución de los objetivos pretendidos. Además, el Estatuto previó que la regulación que contenía fuera ulteriormente desarrollada mediante varios instrumentos normativos, en particular los Elementos de los Crímenes, las Reglas de Procedimiento y Prueba, el Reglamento de la Corte, el Acuerdo de relación con las Naciones Unidas, el Acuerdo de privilegios e inmunidades, o los Reglamentos Financiero y de Personal, todo lo cual debe permitir el correcto y eficaz funcionamiento de la Corte.
3. Configuración de la Corte Penal Internacional. Con sede en la Haya, no sustituye a las jurisdicciones penales internacional sino que, con arreglo al principio de complementariedad, su jurisdicción sólo se ejercerá de manera subsidiaria, cuando el Estado competente no esté dispuesto a enjuiciar unos determinados hechos o no pueda hacerlo con efectividad. Es importante señalar que la Corte no es competente para enjuiciar a Estados, sino a personas, ni tampoco para enjuiciar hechos aislados, sino violaciones graves del Derecho Internacional Humanitario cometidas de manera extensa o continuada en una situación dada. Señalado lo cual, la jurisdicción de la Corte es obligatoria para los Estados partes, los cuales aceptan automáticamente esa jurisdicción por el hecho mismo de ratificar o adherirse al Estatuto. Asimismo, la jurisdicción de la Corte puede extenderse a otros Estados no partes cuando éstos hayan aceptado la competencia de la Corte por tratarse de un crimen cometido en su territorio o cometido por nacionales de esos Estados, o bien cuando el Consejo de Seguridad así lo haya determinado en virtud de sus atribuciones conforme al capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas. En lo que se refiere al ámbito temporal de la competencia, el Estatuto establece expresamente que no tendrá efectos retroactivos, es decir, con respecto a los crímenes cometidos antes de su entrada en vigor (1 de julio de 2002).
4. Competencia material, funcionamiento y actividad de la Corte. El Estatuto limita la competencia material de la Corte a los crímenes más graves de trascendencia para la comunidad internacional en su conjunto, entendiendo por tales el genocidio, los crímenes de lesa humanidad, los crímenes de guerra y la agresión. Las tres primeras categorías de crímenes se tipifican en el propio Estatuto (artículos 6, 7 y 8, respectivamente) conforme a las tendencias más modernas del Derecho Internacional Penal. Respecto del crimen de agresión, la competencia de la Corte quedó diferida hasta que, al menos siete años después de la entrada en vigor del Estatuto, una Conferencia de Revisión adoptara, por una mayoría especialmente cualificada, una disposición que defina dicho delito y regule las modalidades del ejercicio de la competencia de la Corte respecto del mismo. Por otra parte, pese al elenco detallado del artículo 7 del Estatuto de Roma, se ha hecho notar la omisión de determinados actos que podrían constituir crímenes contra la humanidad, como la utilización de menores en la prostitución y en la pornografía; las adopciones ilegales internacionales; el tráfico de órganos humanos (particularmente de niños); los crímenes ecológicos; el tráfico de estupefacientes; la dominación colonial y otras formas de dominación extranjera; la intervención extranjera; el reclutamiento, la utilización, la financiación y el entrenamiento de mercenarios, y los crímenes económicos (violaciones graves y masivas de derechos económicos sociales y culturales); no muy lejano a la última cuestión destacada se halla el debate actual sobre la paradoja de la pasividad ante graves crisis alimentarias en países pobres y explotados y el uso de productos alimenticios para elaborar fuentes energéticas. Además, en la Conferencia de Roma no se llegó a un acuerdo en cuanto a la definición de terrorismo, razón por la que quedó excluido dicho crimen de la competencia material atribuida a la Corte, como quedaron fuera asimismo –en ausencia de dicho consenso– las actividades delictivas de narcotráfico.
La iniciativa de la acción penal corresponde en exclusiva al Fiscal, una vez que se haya puesto en marcha el mecanismo de activación de la Corte por alguna de estas tres vías: por impulso de un Estado parte; por impulso del Consejo de Seguridad; o por iniciativa del Fiscal, siempre que cuente con la autorización de la Sala de Cuestiones Preliminares. Como complemento de las normas competenciales y procesales, el Estatuto recoge en su articulado una serie de principios generales del Derecho Penal que han de orientar la actuación de la Corte: «nullum crimen sine lege»; «nulla poena sine lege»; irretroactividad «ratione personae», responsabilidad penal individual; exclusión de los menores de dieciocho años de la competencia de la Corte; improcedencia de toda distinción basada en el cargo oficial; responsabilidad de los jefes y otros superiores; imprescriptibilidad de los crímenes; elemento de intencionalidad; circunstancias eximentes de responsabilidad penal; error de hecho y de derecho, y cumplimiento de órdenes superiores y disposiciones legales. En lo atinente a la estructura y el desarrollo del proceso, se combinan técnicas del derecho anglosajón y de los derechos continentales, aprovechando también las experiencias de los Tribunales Internacionales «ad hoc» ya existentes. El Estatuto configura un sistema de doble instancia, una vez concluida la fase de instrucción. En cuanto a las penas, el Estatuto establece que la Corte podrá imponer a la persona declarada culpable una pena de reclusión por un número determinado de años que no exceda de treinta o, en casos excepcionales, la reclusión a perpetuidad, cuando lo justifiquen la extrema gravedad del delito cometido y las circunstancias personales del condenado. Además, la Corte podrá imponer multas y el decomiso del producto y los bienes procedentes del crimen, sin perjuicio de los derechos de los terceros de buena fe.
En lo que concierne a la actividad de la CPI, los tres primeros procedimientos abiertos lo fueron contra presuntos responsables de crímenes contra la humanidad cometidos en República Democrática del Congo (abierto el 23 de junio de 2004), en Uganda (abierto el 29 de julio de 2004) y en Sudán (abierto el 6 de junio de 2005). Este último caso fue remitido a la Corte Penal por el Consejo de Seguridad de la ONU a consecuencia de la situación en Darfur. Por supuesto, la propia Corte Penal se ve sometida a garantías procesales y sustanciales: así, por ejemplo, cuenta con un centro de detención en La Haya (recibió una primera visita del Comité Internacional de la Cruz Roja los días 28 y 29 de junio de 2006) y ya se ha visto confrontada a pronunciarse sobre hechos como huelga de hambre de detenidos. Por lo demás, la acción jurisdiccional de la CPI no es incompatible con la actividad de otros organismos tutelares de Naciones Unidas como el novedoso Consejo de Derechos Humanos, creado mediante la Resolución 60/251 de la Asamblea General de la ONU de 15 de marzo de 2006: en dicha Resolución se establece como una de las tareas del nuevo Consejo el “responder con prontitud a situaciones de emergencia de derechos humanos”, habiendo prestado atención a tal efecto en sus sesiones especiales del primer año de funcionamiento a la situación en Palestina, Líbano y Sudán (Darfur).
En cuanto a sus limitaciones, al margen de las cuestiones presupuestarias y la realidad material (se atisba difícil que pueda celebrar más de una decena de juicios orales al año), es menester recordar que el propio Estatuto contiene cláusulas abusivas y vergonzantes, tributarias de la negociación política y el peso de determinadas potencias: pueden citarse el artículo 16 (suspensión de la investigación o el enjuiciamiento iniciados por la CPI si el Consejo de Seguridad se acoge al Capítulo VII de la Carta de Naciones Unidas), el artículo 53.1.c (IMPUNIDAD fundada en el “interés de la justicia”, como manifestación desproporcionada del principio de oportunidad –un ejemplo criticado, mutatis mutandis, fue la decisión tomada en junio de 2000 por la Fiscal del Tribunal Penal para la ex Yugoslavia de no iniciar investigación por los crímenes cometidos por la OTAN en la antigua Yugoslavia), el artículo 98 (acuerdos de impunidad) y el artículo 124 (cláusula de exclusión de la aplicación del crimen de guerra durante siete años); precisamente Colombia, amparada en esta última disposición, al ratificar así “a la baja” el Estatuto de Roma el 5 de agosto de 2002, persiguió facilitar las negociaciones con los grupos armados irregulares, ante un eventual proceso de paz, excluyendo asimismo de la jurisdicción de la CPI a las tropas estadounidenses que, en territorio colombiano, se encuentran prestando asesoría militar.
III. LA COMPETENCIA UNIVERSAL O EXTRATERRITORIAL DE LA JUSTICIA NACIONAL. Merece la pena comenzar este apartado con una breve referencia al caso español, por su repercusión en la opinión pública internacional y en el contexto iberoamericano. Así, el punto más polémico e interesante al tiempo que se ha suscitado en España en torno a la instrucción de hechos gravemente atentatorios contra la DIGNIDAD ha derivado de la aplicación del artículo 23.4 de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, que establece el principio de justicia universal reconociendo la competencia de la jurisdicción española para conocer de los hechos cometidos por españoles o extranjeros fuera del territorio nacional susceptibles de tipificarse según la ley española como delitos de genocidio y lesa humanidad; terrorismo; piratería y apoderamiento ilícito de aeronaves; tráfico ilegal o inmigración clandestina de personas, sean o no trabajadores; delitos relativos a la prostitución y corrupción de menores o incapaces; delitos relativos a la mutilación genital femenina; tráfico ilegal de drogas psicotrópicas, tóxicas y estupefacientes; y cualquier otro que, según los tratados o convenios internacionales, en particular los Convenios de derecho internacional humanitario y de protección de los derechos humanos, deba ser perseguido en España. Con base habilitante especialmente en este precepto, la primera actuación de la jurisdicción española en este terreno fue el Auto de 28 de junio de 1996 dictado por el Juzgado Central de Instrucción nº 5 de la Audiencia Nacional (cuyo titular era el juez Baltasar Garzón) tras la querella formulada por la Asociación Progresista de Fiscales (a la que se sumaron otras entidades) denunciando delitos de genocidio y terrorismo con resultados de muerte, detenciones ilegales, desapariciones y otros delitos ocurridos en Argentina respecto de cientos de ciudadanos españoles o familiares de españoles durante la dictadura militar entre 1976 y 1983.
Las disposiciones españolas sobre justicia universal son excepcionales. Efectivamente, no son frecuentes las normas nacionales habilitadoras de la competencia universal a favor de los órganos jurisdiccionales internos. En concreto, resulta extraño encontrar en el ámbito latinoamericano normas de ese tipo, limitándose si acaso a recoger el o los delitos más clásicos, como ocurre con el Código Penal Federal de México, que acoge excepcionalmente el delito de genocidio en su art. 149.bis (así, se avaló por la Suprema Corte de Justicia de la Nación la extradición del militar argentino Miguel Cavallo desde México hacia España). Al contrario, la puesta en marcha de la justicia universal se ha basado en Latinoamérica en decididas acciones jurisprudenciales sin un apoyo normativo tan explícito como la regulación española, acudiéndose más bien al soporte ofrecido por los llamados delitos contra el derecho de gentes (delicta juris gentium) tipificados en los tratados internacionales con el fin de proteger bienes jurídicos de trascendencia para toda la humanidad. En países como Argentina se ha extraído el principio de justicia universal del art. 118 in fine de la Constitución nacional tras la reforma de 1994: “Cuando el delito se cometa fuera de los límites de la Nación, contra el derecho de gentes, el Congreso determinará por una ley especial el lugar en que haya de seguirse el juicio”. Como quiera que la Ley argentina no ha desarrollado tal previsión con el carácter explícito y tan amplio de la legislación española, la praxis jurisdiccional argentina se ha decantado por inferir el principio de validez universal de la ley penal a la luz de los instrumentos internacionales celebrados por la República sobre el derecho de gentes (tráfico de drogas, comercio de esclavos, trata de blancas, etc.). Al margen de ello, un gran acicate en la lucha contra la inmunidad vino suministrado, en el contexto del SISTEMA INTERAMERICANO DE DERECHOS HUMANOS, por la jurisprudencia de la Corte de San José de Costa Rica ya desde su Sentencia de 14 de marzo de 2001 (caso “Barrios Altos” contra Perú), que anuló la Ley de amnistía dada en el Perú por el Gobierno de Alberto Fujimori, abriendo así las puertas al procesamiento de cientos de casos que habían quedado archivados y en el olvido, y sirviendo justamente de apoyo para la persecución y enjuiciamiento del ex Presidente peruano; con apoyo en dicha jurisprudencia, la Corte Suprema de Argentina, mediante Sentencia de 14 de junio de 2005 declaró la nulidad de las leyes de impunidad.
El ejemplo español, que cuenta con buenas referencias en la justicia internacional (como la Sentencia de 11 de julio de 1996 del Tribunal de Justicia de la Haya, dictada en el caso Bosnia contra República Federal de Yugoslavia, en donde se reconoció expresamente el derecho de los Estados a ejercer la jurisdicción universal respecto del delito de genocidio), ha profundizado en otras experiencias extranjeras: así, la Corte de Casación francesa, ya en la sentencia de fecha 20 de diciembre de 1985 pronunciada en el caso Klaus Barbie determinó que los crímenes contra la humanidad son perseguibles en Francia cualquiera que sea el lugar de su comisión. Pese al deplorable resultado politizado final, la sentencia de la Cámara de los Lores del Reino Unido de 24 de marzo de 1999 dictada en el caso Pinochet recordó que los crímenes de “ius cogens” son susceptibles de persecución penal por cualquier Estado. También participa de esta orientación la sentencia del Tribunal Constitucional Federal alemán de 12 de diciembre de 2000, en la que declaró la constitucionalidad de las condenas por genocidio dictadas por los tribunales penales alemanes por delito de genocidio respecto de crímenes cometidos en Bosnia-Herzegovina en el contexto del conflicto en la ex-Yugoslavia (y ello sin perjuicio de que el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya, en su sentencia de 26 de febrero de 2007, no haya entendido que en el genocidio de Srebrenica en 1995 quepa atribuir responsabilidad objetiva a Serbia a efectos indemnizatorios, más allá de las responsabilidades penales individuales que se sustancien). Y lo mismo sucede con la Corte de Casación belga, en cuya sentencia de 12 de febrero de 2003 dictada en el caso Sharon y otros se confirma la actuación de la justicia extraterritorial para delitos de genocidio conforme a la legislación de Bélgica.
En este contexto evolutivo, y retomando la referencia española, debe recordarse que la Sentencia del Tribunal Constitucional (STC) nº 237/2005, de 26 de septiembre, marcó un antes y un después en el ordenamiento español. Al otorgar el AMPARO, el Alto Tribunal español reconoció de la manera más amplia posible la competencia universal de los tribunales españoles, anulando tanto el Auto de inadmisión de la Audiencia Nacional (que se había declarado incompetente por considerar que no había quedado constatada la inactividad de los órganos jurisdiccionales guatemaltecos) como la sentencia ulterior en casación del Tribunal Supremo (que había declarado admisible la demanda, pero condicionando el alcance de la jurisdicción española al conocimiento de los hechos basado en la verificación de dos circunstancias, a saber, la legitimación “pasiva” –víctimas de nacionalidad española– y la existencia de un interés nacional en juego). Ahora bien, la Jurisdicción constitucional española declara que el derecho a la tutela judicial efectiva (TUTELA JUDICIAL Y GARANTIAS PROCESALES), y especialmente el derecho de acceso a la jurisdicción, impide establecer semejantes criterios; en otros términos, la competencia universal de los órganos jurisdiccionales españoles competentes no queda sometida ni a la existencia de víctimas españolas ni a la existencia de esos intereses nacionales. En todo caso, sin necesidad de contar con el soporte de esta controvertida, al tiempo que benévola, jurisprudencia constitucional, la Audiencia Nacional española (Sala de lo Penal, Sección 3ª) pronunció sólo unos meses antes una sentencia histórica (sentencia nº 16/2005, de 19 de abril de 2005), al ser la primera que resolvía el fondo de un asunto de justicia universal, condenando a Adolfo F. Scilingo por un delito de lesa humanidad cometido durante la dictadura argentina; y, sobre todo, esta sentencia de la Audiencia Nacional fue revisada al alza en casación por el Tribunal Supremo (STS –Sala de lo Penal– nº 798 de 1 de octubre de 2007, recurso de casación nº 10049/2006 P), que elevó las condenas impuestas.
IV. BALANCE Y PERSPECTIVAS DE LA JUSTICIA UNIVERSAL. En una acción de sinergia con la puesta en marcha de la justicia universal, es evidente que tanto en el plano internacional como en el ámbito nacional debe efectuarse el preceptivo esfuerzo por los actores competentes para cumplimentar las obligaciones positivas que propicien la consecución de la gobernabilidad democrática y la lucha contra la IMPUNIDAD sin alterar las relaciones pacíficas a escala mundial. Lógicamente, compromisos normativos como el Estatuto de Roma deben ir acompañados por la difusión de los esfuerzos jurisprudenciales pertinentes en el panorama de la GLOBALIZACION de los derechos humanos y la “globalización de los jueces”, para evitar que se reproduzcan gravísimas situaciones como la de los prisioneros de Guantánamo, que ha dado lugar a resoluciones importantes como la Decisión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de 12 de marzo de 2002; los comentarios del Comité Internacional de la Cruz Rojarespecto del estatuto legal de los detenidos en Guantánamo (en esos comentarios se rechazaba el calificativo de “combatientes ilegales” –“unlawful combatants”–, esgrimiendo que no hay zonas intermedias en conflictos armados que dejen a nadie en manos enemigas fuera de la ley y, por tanto, al margen de toda protección), o sentencias como la de la Sala Penal del Tribunal Supremo español nº 829 de 20 de julio de 2006 (caso “talibán español”), en cuyo fallo se absuelve al condenado haciendo prevalecer la presunción de inocencia tras razonar “que Guantánamo es un verdadero ‘limbo’ en la Comunidad Jurídica que queda definida por una multitud de Tratados y Convenciones firmados por la Comunidad Internacional, constituyendo un acabado ejemplo de lo que alguna doctrina científica ha definido como ‘Derecho Penal del Enemigo’.”
Las aportaciones jurisprudenciales y, en especial, la retroalimentación de los jueces internos e internacionales en materia de persecución universal de los delitos de trascendencia universal, son susceptibles de una menor politización y, por ende, de menores reticencias soberanas. Así, los pronunciamientos de jueces internos ejerciendo competencia universal deben verse como una fase positiva de evolución de la defensa internacional de los derechos humanos y de relatividad de las fronteras como potenciales obstáculos a la responsabilidad por graves atentados contra la dignidad humana. Estos pronunciamientos, por mucha repercusión política que proyecten, permiten fortalecer la posición del individuo en Derecho internacional y las correlativas obligaciones positivas de los Estados. Si son numerosas las desdichas sufridas en todos los continentes, la última guerra de Irak potenció el movimiento internacional a favor del ejercicio de la competencia universal en materia de graves violaciones de derechos humanos y la consiguiente lucha contra la impunidad: así, con motivo de la dimisión del ex Secretario de Estado de Defensa de Estados Unidos, Donald Rumseld (quien ya no podría invocar su inmunidad como autoridad gubernamental en activo), algunas organizaciones no gubernamentales plantearon en Alemania una querella contra éste y otros altos responsables civiles y militares estadounidenses por supuestamente haber autorizado el recurso a la tortura en la “guerra contra el TERRORISMO”. Con igual orientación de lucha contra la impunidad cabe mencionar la decisión adoptada en septiembre de 2007 por la Corte Suprema de Chile de dar luz verde a la extradición hacia Perú del ex Presidente peruano Fujimori (acusado de una decena de casos de corrupción y de graves violaciones de derechos humanos en el caso “La Cantuca” y en el caso “Barrios Altos-Sótanos del Servicio de Inteligencia del Ejército”), y que se saldó con la condena final de aquél por parte de la Sala Especial de la Corte Suprema del Perú mediante sentencia de 7 de abril de 2009. Adicionalmente, la lucha contra la inmunidad ha propiciado un avance en la satisfacción del derecho a la verdad de las víctimas: de esta preocupación participa la Convención internacional para la protección de todas las personas en contra de las desapariciones forzadas (adoptada por la ONU en París el 21 de diciembre de 2006 y abierta a la firma el 6 de febrero de 2007) y, de manera coetánea a la elaboración de ese proyecto de Convención de Naciones Unidas, en el ámbito de la OEA su Asamblea General aprobó en su cuarta sesión plenaria, celebrada el 6 de junio de 2006, una Resolución sobre el derecho a la verdad.
Desde luego, la STC español 237/2005, por polémica que pueda parecer en cuanto a su carácter extraterritorial prácticamente ilimitado (con la excepción de los jefes de Estados y miembros del Gobierno en activo, según la jurisprudencia de la Corte Internacional de Justicia –sentencia de 14 de febrero de 2002, sobre el arresto en Bélgica del Ministro de asuntos exteriores de la República Democrática del Congo–; además –pero susceptible de fiscalización– que el delincuente no se haya beneficiado del indulto, o haya sido absuelto o penado en el extranjero), ha marcado una evolución positiva en la lucha contra la impunidad, pareciendo razonable disponer de esa posibilidad amplia de ejercicio de la competencia extraterritorial (disponibilidad) antes que carecer de ella para, en caso de imposibilidad, que sea eventualmente la CPI quien ejerza su competencia; lo cual, dicho sea de paso, traslada el problema a la posibilidad de la propia Corte Penal.
El problema es que el ejercicio de la justicia universal se enfrenta con cortapisas derivadas de la falta de voluntad política de los Estados. Ilustrémoslo con dos ejemplos: el funcionamiento de la CPI queda al albur de los medios presupuestarios que decidan aportar los Estados; por su lado, con el pretexto no explicitado de evitar incidentes diplomáticos y reducir el carácter mediático de algunos jueces, el legislador español decidió introducir un lamentable retroceso mediante Ley Orgánica 1/2009, limitando el alcance del art. 23.4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial a través de exigencias antes no existentes, como acreditar que los presuntos responsables se encuentren en España o existan víctimas de nacionalidad española, o algún vínculo de conexión relevante con España.
En este escenario, por último, la colaboración entre la CPI y los órganos jurisdiccionales nacionales en ocasiones resulta insuficiente para lograr un pleno ejercicio de la justicia universal en la lucha contra la impunidad. Por ello, no están de más la cooperación penal supranacional o los pronunciamientos de jurisdicciones regionales de derechos humanos. Por poner un ejemplo de ambos: en el caso de la cooperación a escala continental, al margen de la medidas clásicas de asistencia penal (comisiones rogatorias, EXTRADICION, etc.), si en el momento en que se sustanció la demanda extradicional frente a Pinochet cuanto éste se hallaba en el Reino Unido hubiera existido en la Unión Europea la orden europea de detención y entrega (“euroorden” –como novedoso procedimiento extradicional más expeditivo y despolitizado aprobado por el Consejo de Ministros de la Unión mediante Decisión-Marco de 13 de junio de 2002), tal vez no se hubiera permitido regresar a aquél a Chile sin ser juzgado en España. El otro ejemplo viene ilustrado por los apuntes jurisprudenciales de la Corte de Estrasburgo del CONSEJO DE EUROPA: a título de ejemplo, en la STEDH Kononov contra Letonia de 17 de mayo de 2010 se da un respaldo importante a la persecución de los delitos de mayor trascendencia para la comunidad internacional, al no acogerse las alegaciones (basadas en la aplicación retroactiva de normas penales prohibida por el art. 7 CEDH, según el principio de legalidad de las penas y sanciones (DERECHO PENAL)) del demandante, condenado en el ámbito interno por crímenes de guerra.
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