I. CONCEPTO. Habitualmente la expresión “justicia constitucional” se usa como sinónimo de jurisdicción constitucional. En este sentido, se puede definir como el desarrollo de una actividad de carácter jurisdiccional por parte de un órgano que posee un estatus diferente al de la justicia ordinaria y cuya competencia recae sobre los procesos constitucionales (Fernández Rodríguez, 2007: 21 y ss.). Este concepto incluye tanto un elemento formal como uno material. El formal viene constituido por los rasgos propios de la jurisdicción y por el estatuto constitucional que tienen este tipo de órganos. En virtud de dichos rasgos, estamos ante un órgano independiente, que actúa sometido a Derecho y basado en razonamientos jurídicos y en el principio de contradicción. El estatuto constitucional debe aportarle autonomía administrativa y financiera. El elemento material, a su vez, se basa en el ejercicio de una serie de competencias relativas a los que podemos denominar procesos constitucionales. Estos son procesos que recaen sobre cuestiones básicas del poder público, lo que les da esa relevancia constitucional y su conexión con la Carta Magna. Históricamente se han decantado tres tipos de semejantes procesos, que serían los procesos constitucionales típicos: el control de constitucionalidad de las leyes, la defensa extraordinaria de los derechos fundamentales y el control de la distribución vertical y horizontal del poder. Al margen de ello, suelen existir unas competencias añadidas que también cabe considerar procesos constitucionales al afectar al concepto material de Constitución y, por ende, a la delimitación del poder público.
Este concepto de justicia constitucional habría que matizarlo para los sistemas difusos (infra), en los que el órgano que ejerce la justicia constitucional no es diferente a los de la justicia ordinaria, sino que está integrado en la misma.
En ocasiones, la categoría de justicia constitucional se emplea en otro sentido, diferente al de jurisdicción constitucional, para aludir a la actividad de cualquier órgano judicial cuando aplica de manera concreta la Constitución. Sin embargo, la primera acepción es la más extendida, por lo que a ella nos limitaremos.
Ese órgano que ejerce la justicia constitucional suele llevar la denominación en castellano de Tribunal Constitucional. No obstante, las cuestiones de nomen iuris no deben ocultar los temas de fondo. Así las cosas, respecto a Iberoamérica y siguiendo a Ferrer Mac-Gregor (Ferrer Mac-Gregor, “Prólogo” a la obra de Iván Escobar Fornos Estudios Jurídicos. Tomo I, Hispamer, Managua, 2007: 9), podemos esquematizar cuatro tipos de magistratura constitucional: tribunales o cortes constitucionales fuera del Poder Judicial (Chile, Ecuador, Guatemala y Perú, al que habría que añadir España y Portugal); tribunales constitucionales dentro de la estructura orgánica del Poder Judicial (Bolivia y Colombia); salas constitucionales (El Salvador, Honduras, Costa Rica, Nicaragua, Paraguay y Venezuela); y cortes supremas que paulatinamente se han convertido en tribunales constitucionales, aunque conservan competencias de legalidad al encontrarse en la cúspide del Poder Judicial (Argentina, Brasil, México, Panamá, República Dominicana y Uruguay).
Al margen de lo dicho, téngase en cuenta que en diversos países de Iberoamérica (México, Perú), se prefiere hablar de Derecho Procesal Constitucional y no de justicia constitucional. Aquél sería el sector del ordenamiento jurídico que regula los procesos constitucionales. Abarcaría, por tanto, las cuestiones adjetivas de la justicia constitucional. En este sentido, Fix-Zamudio afirma que el Derecho Procesal Constitucional tiene como objeto el análisis de las garantías constitucionales, entendidas como “instrumentos predominantemente procesales que están dirigidos a la reintegración del orden constitucional cuando el mismo ha sido desconocido o violado por los órganos del poder” (Fix, 2002: 26-27).
II. ORIGEN, MODELOS Y EVOLUCIÓN. Los antecedentes de la justicia constitucional se pueden encontrar en la tradición del Derecho Natural de inspiración laica (Grocio, Pufendorf, Locke), que, como todo iusnaturalismo, contiene la idea de un Derecho superior. Esto lleva, en el mundo jurídico inglés, a que se sitúe al Derecho Común (common law) en una posición preeminente respecto a las leyes (statutes), de manera que la interpretación de éstas se produce en los límites del Derecho Común. No obstante, el juez inglés Coke da un paso más en este esquema y supera dicho principio interpretativo para hacer, en el Bonham’s case de 1610, un análisis de la validez de las leyes que lleva a la anulación de éstas cuando son contrarias al Derecho Común, equivalente, en cierto sentido, al Derecho Natural. Tal doctrina, al otro lado del Atlántico, sirve a los tribunales de Boston, en 1657, para rechazar una ley local, de la misma forma que, en el siglo siguiente, va a estar en la base del ataque contra la validez de la Ley de Estampillas de 1765. En cambio, en Inglaterra la doctrina del juez Coke se abandonó rápidamente ganando terreno el dogma de la soberanía del Parlamento.
Los juristas norteamericanos de finales del siglo XVIII, encabezados por Hamilton, Madison y Jay, conocen estas ideas de Coke y reflexionan sobre ellas generando la noción de Constitución como norma jurídica superior. Sin embargo, el concreto origen histórico del control de constitucionalidad, y la realización práctica de las ideas que se debatían, se suele situar en el año 1803, cuando el juez norteamericano Marshall, a la sazón Chief Justice del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, dicta la sentencia Marbury vs. Madison, en la que inaplica una ley del Congreso de ese país por entenderla contraria a la Constitución. Y ello a pesar de que esta Norma Básica no contemplaba tal posibilidad, aunque, a decir verdad, la propia Constitución de los Estados Unidos, sin prever expresamente el control de constitucionalidad, sí contenía las bases del mismo en la llamada supremacy clause (art. VI.2), que establecía una jerarquía de fuentes en la que la Constitución era la “suprema ley del país”.
A partir de ahí, se va configurando en Estados Unidos un modelo o sistema difuso de justicia constitucional. Las notas características de esta judicial review se pueden esquematizar de la siguiente manera: todos los jueces pueden llevar a cabo el control (de ahí que se califique de difuso); este control es concreto en la medida en que se ejerce con ocasión de un litigio determinado, un litigio que presenta un carácter actual (mootness); se trata de un control ejercido por vía de excepción (aunque existen otras vías, si bien mucho menos frecuentes); y las decisiones tienen una autoridad de cosa juzgada relativa, lo que significa que la inconstitucionalidad sólo valdrá para el asunto y las partes del litigio que se está sustanciado. El sistema del precedente y el principio del stare decisis hace que los tribunales inferiores estén vinculados por las decisiones de los superiores. Esto da lugar a que el efecto final de una declaración de inconstitucionalidad sea equivalente a una anulación por la generalidad que en la práctica adquiere. La colocación del Tribunal Supremo en la cima de la jerarquía judicial da unidad al sistema. Este Tribunal, desde 1925, ostenta un poder discrecional de selección de asuntos (el privilegio del certiorari) que le permite escoger los casos sobre los que va a llevar a cabo un control de constitucionalidad.
En América Latina la problemática sobre la justicia constitucional se conoció pronto, lo que permitió que dicha área geográfica fuera una referencia a tener en cuenta por las alternativas experimentadas y por la hibridación de sus soluciones. Su justicia constitucional se construyó a partir de determinados procesos de defensa de la libertad. Así las cosas, durante el siglo XIX en todo el continente americano se extendió el principio del control judicial de constitucionalidad, control que abarcaba tanto actos de autoridad como disposiciones legales, y que se vinculaba con la protección de los derechos del hombre. El inicio para América Latina de esta tradición hay que situarlo en la Constitución de Yucatán de 1841 (con cierto antecedente en la Constitución federal mexicana de 1824), donde ya existe una revisión judicial de la constitucionalidad de las leyes, bajo la inspiración de las ideas de Crescencio Rejón, que perfila los rasgos fundamentales del juicio de amparo. El AMPARO instrumentalizará la revisión judicial.
En Europa, a pesar de que el concepto revolucionario de CONSTITUCION es similar al norteamericano (separación de poderes, garantía de derechos), las primeras tentativas de instaurar un control de constitucionalidad serán rechazadas. La justicia constitucional tardará en encontrar correlato práctico en el Viejo Continente por diversas razones, entra las que se hallan, en el plano jurídico, el principio de supremacía del Parlamento (y, por lo tanto, de su producto más genuino, la ley, que se predica infalible como muestra el dogma rousseauniano), y, en el campo político, tanto la reacción de las potencias absolutistas tras la caída de Napoleón en defensa del principio monárquico como las posturas de los integrantes de la izquierda hegeliana con Lasalle a la cabeza. El carácter normativo y supremo de la Constitución pierde consistencia y con él la argumentación teórica de la necesidad de fiscalizar la acomodación del resto de las normas a ella. La teoría de la soberanía compartida y la praxis de constituciones pactadas y otorgadas inciden en idéntica línea.
Será el esfuerzo teórico que lleva a cabo Hans Kelsen, en el primer tercio del siglo XX, el que posibilite la aparición de la figura del tribunal constitucional, órgano especializado de la justicia constitucional. Así nace el modelo concentrado de justicia constitucional. Esquematizando esta posición, podemos hablar de un control concentrado llevado a cabo por una jurisdicción específica, control que es abstracto, ejercido por vía de acción, con efectos generales de la declaración de inconstitucionalidad y que, en cuanto a la autoridad de cosa juzgada de las decisiones, presenta carácter absoluto. Para el citado autor este Tribunal Constitucional, que monopoliza el control de constitucionalidad de las leyes, no es realmente un tribunal al no aplicar normas a hechos concretos, sino un legislador negativo que analiza la compatibilidad lógica entre dos normas abstractas (Constitución y ley). La eliminación de la ley inconstitucional tiene, en Kelsen, efectos ex nunc (irretroactivos) y erga omnes (frente a todos), que son los propios de la actuación del legislador y de la abrogación.
La evolución de la justicia constitucional irá modulando estos modelos iniciales, cuya aproximación ha dado lugar a sistemas mixtos o híbridos, que combinan control difuso con el concentrado. La judicial review norteamericana incorporó vías de control abstracto. De igual modo, la inicial configuración kelseniana de Tribunal Constitucional fue adquiriendo perfiles diferentes, sobre todo tras la adopción, finalizada la Segunda Guerra Mundial, del carácter propiamente jurisdiccional del órgano de justicia constitucional y de la imposición de la idea de supremacía normativa de la Carta Magna, con lo que la naturaleza del órgano cambió. Ambos elementos reflejan una clara influencia norteamericana. La sedimentación de la idea de supremacía de la Constitución, en un sentido no sólo formal sino también material, como base para eliminar la ley contraria a ella, determinó que la sanción debía ser la de la nulidad de pleno derecho, esto es, la de entender que la norma inconstitucional no ha existido nunca. Por ello, se dota a esta sanción de una eficacia retroactiva. Esta evolución también provocó que al lado del control abstracto apareciese un control concreto de normas reenviadas por los tribunales ordinarios, lo que supone un cierto grado de difusión a través de la incidentalidad del acceso.
Respecto a Europa, sistemas inspirados en la modalidad difusa y concreta son los casos de Dinamarca, Finlandia (desde 1999), Grecia, Irlanda, Noruega, Suecia (tras la reforma de su Constitución de 1975) y Suiza (aunque en Irlanda sólo las jurisdicciones superiores llevan a cabo tal control). Mixtos serían Portugal, Chipre y Malta (y en cierto sentido también Grecia porque allí existe, para ciertos supuestos, control concentrado). En cambio, el desarrollo de los sistemas concentrados, en torno a la figura de los tribunales constitucionales, ha sido mucho más importante ya que el modelo de órgano jurisdiccional único está dotado de una mayor operatividad y soslaya de raíz el problema de las interpretaciones divergentes de los tribunales. Dicha expansión en Europa se ha localizado en diversas etapas. Una primera etapa tiene lugar en el período de entreguerras, con la aparición de los tribunales checoslovaco (1920), austríaco (1920) y el español de la Segunda República (1931). En 1921 aparece el Tribunal de Liechtenstein, que ha funcionado de manera ininterrumpida hasta hoy, lo que constituye, en este sentido, un hito histórico. La segunda se localiza tras la Segunda Guerra Mundial y afecta a Austria (otra vez, 1945), Italia (1948), República Federal de Alemania (1949), Turquía (1961), Yugoslavia (1963) y, en cierto modo, Francia (1959). La tercera etapa discurre en los años setenta y principios de los ochenta del siglo XX con la creación de los tribunales constitucionales portugués (1976), español (1978) y belga (1983), y, en cierto sentido, el Tribunal Especial Superior griego (1975). Y en la cuarta se instaura la justicia constitucional en los países de Europa Central y Oriental que habían pertenecido al bloque del Este: con el precedente de Polonia (1985), esta última etapa tiene su inicio tras la caída del Muro de Berlín en 1989 y llega a mitad de los noventa. Los tribunales de Europa del Este se han construido siguiendo el ejemplo ofrecido por sus homólogos occidentales.
A su vez, el conjunto de países de América Latina conforma un heterogéneo mapa de sistemas, que, en un esfuerzo de síntesis, podemos condensar así: modelos mixtos (Brasil, Colombia, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, República Dominicana, Venezuela), concentrados (Bolivia, Chile, Costa Rica, Panamá, Paraguay, Uruguay), dual (Perú, en el que coexisten el modelo europeo y el norteamericano sin mezclarse) y difusos (Argentina, Puerto Rico). Como se ve, no exagera Brewer-Carías cuando dice que el sistema de justicia constitucional desarrollado en América Latina desde el siglo XIX “es un sistema de control de la constitucionalidad de las leyes de los más completos y a la vez variados del mundo contemporáneo” (Brewer, 1997: 158). (Enlaces a órganos de justicia constitucional).
III. COMPETENCIAS. Las competencias procesales de los órganos de justicia constitucional se pueden clasificar en dos grandes grupos: por un lado, los procesos constitucionales; por otro, los no constitucionales. Los primeros, como ya hemos dicho, aluden a cuestiones básicas del poder público, que como tales tienen relevancia constitucional y están previstas en la Norma Básica. Estos procesos constitucionales, a su vez, podrían subdividirse en típicos y atípicos. Los procesos constitucionales típicos, ya citados, configuran la naturaleza de este tipo de órganos: el control de constitucionalidad de la ley, la defensa extraordinaria de los DERECHOS FUNDAMENTALES y la garantía de la distribución del poder.
El control de constitucionalidad de la ley es una competencia muy extendida, como por otra parte es lógico, al tratarse de la atribución primigenia de la justicia constitucional, al menos desde un punto de vista teórico. El carácter normativo y supremo de la Constitución exige la presencia de un mecanismo de fiscalización de este tipo. Este control puede ser abstracto (a priori o a posteriori) o concreto. El control abstracto es el que efectúa un tribunal constitucional al analizar la compatibilidad entre dos normas: por un lado, la Constitución, y, por otro, la ley impugnada a través de dicho proceso de control. La comparación, que se efectúa al margen de un caso judicial determinado y de la aplicación concreta de la ley fiscalizada, busca determinar si la disposición inferior se adecua a la superior. El control concreto es el que realiza un tribunal constitucional sobre una ley que un juez ordinario va a aplicar a un litigio, por lo que se debe tener en cuenta dicho caso y las circunstancias del mismo.
En la defensa extraordinaria de los derechos fundamentales la intervención de la justicia constitucional suele presentar un carácter extraordinario, correspondiéndoles el papel central a los jueces ordinarios. Así, en varios supuestos la entrada en escena del órgano de jurisdicción constitucional se produce en revisión. De todos modos, hay que diferenciar entre un proceso específico y extraordinario de garantía de derechos, competencia en Europa del tribunal constitucional, de otros procesos de garantía de derechos, que por sus características deben ser competencia de la justicia ordinaria (habeas corpus o habeas data, o el AMPARO americano en primera instancia). La importante labor de la justicia constitucional en la protección de los derechos llevó a Cappelletti a hablar de jurisdicción constitucional de la libertad. En efecto, la historia de la protección de los DERECHOS FUNDAMENTALES, sobre todo en Europa, se halla ligada a la de la justicia constitucional.
Al margen de estos tres procesos constitucionales típicos tenemos otros que pueden calificarse como atípicos, al no conectarse con la naturaleza misma de la justicia constitucional, pero que también son constitucionales al afectar a la delimitación del poder político y, por ende, al concepto material de Constitución. En este sentido tenemos el control de constitucionalidad de tratados internacionales, el control de las omisiones inconstitucionales (OMISION LEGISLATIVA), contenciosos electorales o control de partidos políticos.
En cuando a los procesos no constitucionales, existen ciertos casos de control normativo infralegal, control no normativo, control de legalidad o control con parámetro infralegal. Ello es un riesgo para la propia justicia constitucional pues difumina sus rasgos característicos y evidencia la importancia de diferenciar entre lo que es la materia constitucionaly lo que son las cuestiones meramente legales, que no deberían entrar en el ámbito competencial de la justicia constitucional, aunque bien es cierto que la extensión de sistemas mixtos dificulta esta separación.
Como vemos, el desarrollo de la justicia constitucional ha implicado una progresiva expansión de las funciones a ella encomendadas. Esta ampliación de competencias lleva con claridad a una superación de los modelos primigenios. Sin embargo, este proceso, en algunos ordenamientos, sobre todo en Europa del Este, ha adquirido unos perfiles demasiado amplios que convierten a dicha ampliación en excesiva y perturbadora hasta el punto de asumir competencias más propias de la justicia ordinaria.
IV. SENTENCIAS. Por lo general, los procesos que se siguen ante la justicia constitucional acaban por medio de sentencia. Su naturaleza jurisdiccional lleva a ello. Estas sentencias, que pueden calificarse de constitucionales, participan de los rasgos de las decisiones de la justicia ordinaria, pero van más allá al poseer unas características específicas que las particularizan, como son las implicaciones que poseen en el campo de la interpretación e integración del ordenamiento, al margen de las consecuencias políticas de las mismas.
Con base en la competencia del control de constitucionalidad de la ley, se pueden extraer unos efectos propios de las sentencias constitucionales típicas. Así las cosas, la sentencia constitucional posee una vinculación general, lo que lleva a su imposición a los distintos poderes públicos. Ello se concreta en la obligación de cumplir lo resuelto, obligación que no sólo afecta a la parte dispositiva de la sentencia sino que también alude a los elementos del razonamiento que sustentan la decisión. La eficacia erga omnes se refiere a los efectos frente a todos y no sólo frente a las partes que han participado en el proceso. Este efecto es una específica consecuencia de las sentencias que eliminan un precepto por inconstitucional, de forma que la sentencia llena el espacio que éste ocupaba. Si no se elimina una disposición no se producirá este efecto frente a todos, limitándose a una eficacia inter partes. El efecto de cosa juzgada significa, en sentido formal, que la sentencia no será objeto de impugnación ni recurso, y, en sentido material, imposibilita que exista otro litigio con el mismo contenido. En justicia constitucional el efecto de cosa juzgada formal es absoluto, habida cuenta la posición que ocupa el tribunal constitucional. En cambio, en sentido material este efecto de cosa juzgada es relativo para las sentencias desestimatorias: con el fin de permitir la evolución jurisprudencial es aconsejable que exista alguna vía para que el tribunal constitucional pueda volver sobre un caso que anteriormente fue desestimado, sobre todo cuando hay un cambio de circunstancias. La sentencia que estime la inconstitucionalidad de la disposición impugnada debe declarar la nulidad de la misma, con la consiguiente expulsión del ordenamiento con efectos retroactivos. Ello debe tener los límites que aconseja la seguridad jurídica (mantenimiento de decisiones con fuerza de cosa juzgada, salvo cuando resulte de aplicación el principio de retroactividad de la ley penal más favorable).
A veces, los tribunales constitucionales no pueden enfrentarse satisfactoriamente a los supuestos que la realidad les plantea, por lo que recurren al dictado de sentencias atípicas, que se alejan de los perfiles clásicos descritos supra. De este modo, dictan sentencias interpretativas (diferencian entre las distintas posibilidades interpretativas que ofrece la disposición legal), recomendaciones al legislador (contienen directrices que buscan que el poder legislativo actúe en cierto sentido), sentencias aditivas (incorporan un nuevo elemento al enunciado legal al extender el contenido normativo del precepto fiscalizado) o sentencias prospectivas (modulan en el tiempo la decisión, con efectos que se dirigen hacia delante). Este tipo de sentencias busca soluciones más eficaces más allá del binomio inconstitucionalidad-nulidad, pero no deja de ser un tema polémico habida cuenta los riesgos de extralimitación que conllevan.
V. DERECHOS HUMANOS. La justicia constitucional juega un rol de primer orden con relación a los DERECHOS FUNDAMENTALES y DERECHOS HUMANOS. De ahí, como ya hemos dicho, que se conozca como jurisdicción constitucional de la libertad. Y ello desde dos puntos de vista. Por un lado, resuelve el proceso constitucional extraordinario de protección de los derechos fundamentales, o sea, que en función del ordenamiento en que nos encontremos, el Tribunal Constitucional u órgano equivalente garantizará por ese medio procesal los derechos fundamentales que constituyan su objeto. Téngase en cuenta que serán las concretas previsiones de Derecho positivo las que determinen qué derechos constitucionales se protegerán por esa vía. Este proceso de protección de derechos suele recibir la denominación en castellano de AMPARO, aunque en la mayor parte de las ocasiones el amparo en primera instancia es competencia de los tribunales ordinarios. Los tribunales constitucionales suelen entran en el mismo de forma extraordinaria y en una ulterior instancia.
Desde otro punto de vista, la justicia constitucional desempeña un papel preeminente en el campo de los derechos gracias a las líneas jurisprudenciales que han servido para precisar su contenido y alcance. Los tribunales constitucionales realizan una labor de creación doctrinal y difusión pedagógica en torno a los derechos que sirve para afianzarlos y promoverlos. Ello se puede realizar a través de cualquier proceso sobre los que ostenta competencia, aunque el proceso anterior, el extraordinario de protección de derechos, es el que mejor se perfila para efectuar esta labor. Como apunta Rolla, una tutela orgánica de los derechos reconocidos y garantizados necesita de la justicia constitucional, que se confirma como el principal tribunal de los derechos y de las libertades (Rolla, 2002: 142). Esta doctrina marcada por las cortes constitucionales está en permanente cambio pues sólo así se asegura una adecuación de la hermenéutica a la realidad social. De esta forma, se podrá conseguir una verdadera living Constitution en un terreno clave como es el de los derechos fundamentales. Lógicamente, el peso de la jurisprudencia constitucional cambiará de un país a otro en función de diversas variables, como pueden ser el arraigo de la propia jurisdicción constitucional en ese lugar, el asentamiento de la democracia, la cultura política de referencia o la capacidad del tribunal constitucional de escapar del permanente riesgo de politización.
Ante una situación insatisfactoria en la regulación del ordenamiento respectivo, algunos tribunales constitucionales acuden a diversas técnicas para afirmar la aplicación del derecho fundamental de que se trate. Se llega, incluso, a crear un derecho fundamental nuevo, no reconocido a nivel constitucional, o reconocido con un contenido mucho menor. En este sentido, por ejemplo, nos encontramos con la doctrina de la aplicación inmediata de los derechos fundamentales (Sentencia del Tribunal Constitucional español 15/1982): en los derechos de configuración legal, la dilación del legislador en su desarrollo no pueda privarlos de todo contenido; de esta forma, aplicando directamente el derecho previsto en la Constitución, se salva un contenido mínimo.
En otras ocasiones se llega a la creación de nuevos derechos o nuevas manifestaciones de derechos ya reconocidos. Sirve como ejemplo el derecho a la PROTECCION DE DATOS en España (Sentencia del Tribunal Constitucional español 292/2000), el derecho de acceso a la información pública en Chile (Sentencia del Tribunal Constitucional chileno Rol nº 634, de 9 de agosto de 2007), o el derecho a la verdad en Perú (Sentencia del Tribunal Constitucional peruano, EXP. N.° 2488-2002-HC/TC).
Asimismo, debe tenerse en cuenta que ciertas técnicas de decisión de la justicia constitucional se emplean para resolver los problemas de derechos fundamentales. En este sentido, el ejemplo más claro lo representan principios como el de PROPORCIONALIDAD, favor libertatis y razonabilidad. No obstante, los estándares de tutela de derechos y su eficacia variarán de un lugar a otro por la propia realidad jurídico-política del país de que se trate. La protección de los derechos será más densa y profunda donde el sistema de valores sociales sea más acorde con los postulados de la libertad y dignidad. En otro contexto, la jurisprudencia constitucional tendrá menos capacidad de incidencia. Pero en líneas generales, se puede afirmar que el juez constitucional ha suministrado a los jueces ordinarios todo un cúmulo de referencias interpretativas para abordar el tema de los derechos y para intentar asegurar el imperio de los mismos, fomentando de este modo la aparición de una cultura de derechos fundamentales. Como señaló Cappelletti, el tribunal constitucional ha realizado una “concretización creativa” de las normas sobre los derechos del hombre. De este modo, la labor de la justicia constitucional ha creado un verdadero fondo compartido por las democracias, fondo que se une por una suerte de vasos comunicantes, de influencias recíprocas.
VI. DEFENSORÍAS. Desde un punto de vista general, las Defensorías del Pueblo (DEFENSOR DEL PUEBLO) tienen en cuenta la jurisprudencia de los tribunales constitucionales para fundamentar sus decisiones. Ello se explica por el rol que juegan dichos tribunales como garantes de la supremacía de la Norma Básica y como máximos interpretes de la misma, también en el campo de los derechos fundamentales que recoge.
Y desde una perspectiva más concreta, en la mayoría de los supuestos las defensorías ostentan legitimación para interponer alguno de los procesos constitucionales ante el tribunal constitucional, como la acción abstracta de inconstitucionalidad o el proceso extraordinario de garantía de derechos.
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