I. CONCEPTUALIZACIÓN Y APARICIÓN EN LATINOAMÉRICA. Como ocurría con el dios Jano, la Iglesia católica ha contado con dos rostros desde su llegada a América Latina a finales del siglo XV. Por un lado, se ha caracterizado por otorgar sanción divina a los poderes fácticos, ser un instrumento de dominación y dotar de legitimidad a los fines expansionistas del COLONIALISMO. Por el otro, de su seno, han surgido destacados defensores de los DERECHOS HUMANOS, ha promovido el trabajo comunitario y la cohesión social, y se ha convertido en una instancia de denuncia de las desigualdades socio-económicas y de los abusos sobre los más débiles. En ocasiones, hasta el extremo de contener dentro de sí un germen emancipador, casi de vanguardia, en tanto se inspiraba en principios de naturaleza revolucionaria. En ese sentido, tal vez, lo más correcto sería hacer una distinción entre la Iglesia como institución, “con sus instrumentos de gobierno, como jerarquía eclesiástica y con declaraciones oficiales” y la Iglesia entendida “como pueblo de Dios, como la comunidad de fieles o creyentes, como mundo eclesial más amplio” (De Souza, 2007: 13-14).
1. Los orígenes coloniales. El desembarco católico en la región se producirá con el arribo de la expedición enviada por la Corona española en 1492. De tal modo que pronto se forjaría “el signo de la cruz en la empuñadura de las espadas” (Galeano, 2006: 27) en lo que algunos han considerado como “la última cruzada” (Waiss, 1977), en un contexto donde Isabel de Castilla y Fernando de Aragón limpiaban de infieles, musulmanes y judíos la Península Ibérica. La evangelización se solapará con la conquista, y el predicamento con la instauración de un sistema de esclavismo.
Sin embargo, pronto comenzaron a sonar voces discordantes, disconformes con el modelo de esclavitud y con el trato denigrante dispensado a las poblaciones originarias por parte de las tropas reales y de buena parte del clero enviado. Como grandes antecedentes en defensa de los derechos humanos, destacarán los dominicos Antonio de Montesinos y Bartolomé de la Casas, cuyas denuncias pusieron de manifiesto las violaciones cometidas sobre los pueblos INDIGENAS. En el caso de De las Casas, quien ocupaba el cargo de obispo en Chiapas, su figura transcendió como promotor del iusnaturalismo democrático (Manero Salvador, 1988: 90) tras su defensa indígena en la Junta de Valladolid de 1550 frente a los postulados esclavistas de Juan Ginés de Sepúlveda (Todorov, 2003: 157 y ss.).
De igual forma, durante este primer periodo, comenzó a surgir lo que se conoció como las Misiones. Un proyecto evangelizador que se generalizó en toda América Latina y que, a pesar de que su principal función era la de predicar, en más de una ocasión se transformó en espacio de protección de las poblaciones indígenas, frente a los excesos de las tropas reales. Dominicos, franciscanos y agustinos fueron las primeras órdenes que se expandieron bajo esta fórmula, que terminó por convertirse en un modelo educativo que, en ocasiones, interaccionaba con la propia cultura y costumbres locales.
2. La Independencia de la metrópoli. La ola de Independencias y de creación de las Repúblicas durante las primeras décadas del siglo XIX colocó, de nuevo, a la Iglesia católica como una fuerza presente en la primera línea del escenario político latinoamericano. Los bienes materiales y los privilegios acumulados hicieron de la institución una defensora de los intereses de la Corona. Aunque esta actuación no puede entenderse en modo alguno como una postura uniforme, puesto que de entre el clero también surgieron promotores de las revueltas. En buena parte se trataba de sacerdotes ubicados en los escalafones más bajos de la jerarquía eclesiástica, mestizos que ahora se movilizaban (Drekonja, 1971: 55). Tales fueron los ejemplos de Miguel Hidalgo y José María Morelos en los inicios del proceso de Independencia de México.
Tras este periodo fundacional, la Iglesia pervivió de distintas maneras en los nuevos países (desde la posición dominante que ocupó en Colombia hasta su persecución durante la Revolución Mexicana de 1910, pasando por posturas intermedias, como el sistema de convivencia instaurado en Perú), casi siempre en alianza estratégica con los partidos conservadores -cuya identidad se sustentaba en la tradición y en el catolicismo colonial- frente a las tendencias liberales que, a pesar de considerarla rival en lo político, rara vez cuestionaban su carácter de institución espiritual, circunstancia que frenó un mayor desarrollo de la secularización (Drekonja, 1971, 56). En suma, la Independencia no supuso, ni mucho menos, un punto final para la influencia de la jerarquía católica que, aunque pudo verse debilitada puntualmente, terminó por ocupar “un lugar esencial en los dispositivos de control y educación de las clases subalternas” (Suárez-Rojas, 1997-1998: 98).
II. MODELO LATINOAMERICANO. Ya en la segunda mitad del siglo XX, dos acontecimientos determinarán el verdadero punto de quiebre de la Iglesia católica en América Latina: el Concilio Vaticano II (1962-1965) y el triunfo de la revolución cubana (1959). Dos hechos clave que dotarán a la institución de una clara naturaleza bipolar, acorde con el contexto de la época (Guerra Fría). De un lado, una parte considerable de la jerarquía eclesial apoyará y legitimará las diferentes dictaduras de la región en Centroamérica, países andinos o el Cono Sur. De otro, surgirán nuevos núcleos católicos, asociados a una relectura del evangelio a partir del marxismo (asumido como modelo de análisis y praxis política) que, incluso en algunos casos, derivarán en fuerzas guerrilleras, donde el uso de la acción armada estará justificado como medio de defensa de los derechos humanos en circunstancias límites, con sociedades oprimidas y profundamente desiguales (GUERRILLA). Entre medias de estas dos tendencias, en algunos países, aparecerán corrientes reformistas, como los casos de Chile o Venezuela, donde se desarrollará una fuerza política propia, la democracia cristiana (Arroyo, 1975).
1. Un nuevo contexto geopolítico. El éxito cubano cambiará el paradigma en el continente. Revitalizará los movimientos sociales e impulsará la creencia de que es posible el triunfo popular frente a los regímenes dictatoriales a través de la estrategia guerrillera. El modelo etapista y las teorías del desarrollo dejarán lugar a la acción revolucionaria como camino hacia un sistema político más justo. Estas concepciones no serán indiferentes a las comunidades cristianas de base que, pronto, participarán en el debate. Como tampoco será indiferente para América Latina las conclusiones derivadas del Concilio Vaticano II y el giro de la Iglesia hacia la pobreza y las cuestiones sociales.
Sin embargo, la recepción de lo concluido en el Concilio Vaticano II no puede considerarse como un proceso mecánico. Más allá de eso, significará un punto de inicio que tendrá todo un desarrollo propio y autónomo en el contexto latinoamericano, donde se generará un movimiento sacerdotal del Tercer Mundo, que terminará por gestar lo que se denominó como teología de la liberación. Corriente que marcará el dinamismo de la Iglesia católica en el continente durante varias décadas. El acelerado proceso de urbanización y de industrialización capitalistas que había tenido lugar en la región haría el resto, al poner sobre el terreno las condiciones objetivas necesarias para esta movilización (Löwy, 1993).
2. El nacimiento de la teología de la liberación. La II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano que se celebrará en Medellín en 1968 marcará el arranque, como tal, de la teología de la liberación en América Latina. La publicación en 1971 de Hacia una teología de la liberación, del peruano Gustavo Gutiérrez, y Jesucristo el liberador, del brasileño Leonardo Boff, generalizará, en términos teológicos, dicho movimiento, que “no se contenta con ayudar individualmente a los pobres, como hace el asistencialismo, ni tampoco, como el reformismo, intentan mejorar su situación dejando incólumes el tipo de relaciones sociales y la estructura básica de la sociedad” (Bobbio, 1994: 1558).
Suponía un intento por introducir la teoría de la dependencia en el pensamiento cristiano y un rechazo a la sociología funcionalista -imperante hasta ese momento- en beneficio de los modelos de análisis socio-estructurales, con la aspiración de “ver, juzgar y actuar”. Al respecto, en una entrevista de 1974, Paulo Freire sentenciaba que “afortunadamente, la teología del desarrollo, que intentó acompañar a la ideología del desarrollo, dejó el puesto a una reflexión teológica más profunda, que parte de la realidad del continente” (Bimbi, 1979: 163). Se inaugura así una nueva interpretación eclesiástica que refuta “el dualismo que postula una historia de salvación y otra historia secular” y que señala a “esta historia real como única esfera de realidad, donde se da la salvación como un solo proceso de liberación” (Silva, 1983: 315).
La teología de la liberación significará, en la mayoría de los casos, una opción arriesgada en América Latina, en tanto promoción de derechos humanos en contextos de flagrante violación de los mismos. La pervivencia de la estructura jerárquica al interior de la Iglesia y la continua injerencia estadounidense en la región, vinculado al apoyo, más o menos implícito, que éstos otorgarán a algunos de los regímenes de carácter dictatorial del continente, provocarán que tanto desde los EEUU como desde el Vaticano se presione por frenar el auge de esta corriente.
3. La doctrina de la Seguridad Nacional. En plena disputa por el control del territorio a nivel global y por la extensión del modelo capitalista en el continente, la política exterior de los Estados Unidos hacia América Latina se guiará por los principios contenidos en la doctrina de la Seguridad Nacional. Para dicha doctrina cualquier revuelta o movimiento contestatario en la región será interpretado en clave de Guerra Fría, por lo que la estrategia estadounidense pasará por convertir a los ejércitos latinoamericanos en auténticos guardianes del orden interno de cada país, en virtud siempre del equilibrio geopolítico y de los intereses de EEUU.
Dentro de estos marcos, el Informe Rockefeller, redactado en 1969 por el Senado estadounidense, evaluará la situación de la Iglesia latinoamericana, alertando sobre “la crisis de adolescencia” que sufre la institución, hasta el punto de no considerarla una aliada. En sentido contrario, se valorará la idoneidad de robustecer los vínculos con los distintos ejércitos nacionales (Suárez-Rojas, 1997-1998: 105). Más contundentes serán aún las directrices de los documentos elaborados por el Comité de Santa Fe I y II (1980-1984) -suerte de think tank republicano durante los Gobiernos de Ronald Reagan y George Bush- que aconsejarán “enfrentar”, incluso militarmente, la teología de la liberación (Gallardo, 1980: 10).
Por su parte, el Vaticano también buscará contener la influencia de la teología de la liberación. El primer intento tendrá lugar en la siguiente Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, celebrada en Puebla en 1979. Si bien, el triunfo de la revolución sandinista y el prestigio ganado por esta corriente limitaron la actuación vaticana que, desde entonces, “acentuó su política de nombramiento de obispos hostiles a la teología de la liberación, de división de las diócesis y de cierre de los espacios de formación contrarios a las directivas eclesiásticas” (Tahar, 2007: 87). Una animadversión que se visualizará, de forma muy gráfica, con la desautorización de Karol Wojtyla al sacerdote católico y ministro sandinista Ernesto Cardenal en la visita del primero a Nicaragua en 1983.
Un año después, en 1984, se lanzará una ofensiva teológica que implicará un aumento del control doctrinal y que cristalizará en la Instrucción elaborada ese año por el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el entonces cardenal Joseph Ratzinger, quien argumentará abiertamente en contra de la teología de la liberación. Entre otras afirmaciones, se entenderá que “ante la urgencia de compartir el pan, algunos se ven tentados a poner entre paréntesis y a dejar para el mañana la evangelización: en primer lugar el pan, la Palabra más tarde. Es un error mortal el separar ambas cosas hasta oponerlas entre sí” (Ratzinger, 1984: 148). Pero no será hasta 1992, con la celebración de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Santo Domingo -controlada directamente por el Vaticano- cuando se dé el giro -no sin excepciones- deseado por la jerarquía eclesiástica en el interior de la Iglesia latinoamericana (Suárez-Rojas, 1997-1998: 107). Y que significaba, de alguna manera, el fin de un ciclo.
III. LEGADO CATÓLICO Y MEMORIA HISTÓRICA. Las décadas de los años setenta y ochenta dejarán para el recuerdo una época marcada por el terror, un periodo en el que la violencia estatal y los grupos paramilitares dejarán miles de asesinatos y de represaliados y torturados políticos. Una triste existencia en la que se sucederán golpes de Estado por casi toda la región y en la que se generalizará un proceso de recorte de libertades y de vulneración de los derechos humanos (AUTORITARISMO). “Las fechas a recordar son: 31 de marzo de 1964, golpe de Estado en Brasil; 21 de agosto de 1971, golpe de Estado en Bolivia; 27 de junio de 1973, disolución del Congreso en Uruguay; 11 de septiembre de 1973, golpe de Estado en Chile; 28 de agosto de 1975, Francisco Morales Bermúdez se inclina hacia la derecha en Perú; 13 de enero de 1976, derechización del Gobierno en Ecuador; 24 de marzo de 1976, golpe de Estado en Argentina. Si a esto debiéramos agregarle la continuidad de Stroessner en Paraguay, Duvalier en Haití, Balaguer en Santo Domingo, Somoza en Nicaragua, y otras dictaduras en Guatemala, Honduras y El Salvador, la realidad latinoamericana había adquirido un sombrío aspecto” (Dussel, 1992: 415).
En una coyuntura de tal violación de los principios fundamentales y de los derechos civiles, políticos y sociales, no es de extrañar que el legado dejado durante esos años por la teología de la liberación se extienda todavía hoy por América Latina como parte imprescindible de la memoria histórica que recuerda la defensa de los derechos humanos que se dio en el continente entre las décadas de los sesenta a noventa.
Cada país con su propia experiencia, la teología de la liberación se adaptó a los distintos contextos y dejó una huella marcada sobre el territorio de las diferentes realidades latinoamericanas. Un recuerdo que se iniciaría con Camilo Torres, sacerdote colombiano, quien llevará al extremo los principios liberadores, al entender la revolución como un imperativo cristiano, hasta el punto de ser el primer clérigo católico en cambiar la cruz por el rifle, al unirse a la lucha guerrillera del Ejército de Liberación Nacional (ELN) en las montañas de Colombia. Torres morirá asesinado en 1966. Al calor de este ejemplo, serán bastantes los movimientos políticos latinoamericanos que encuentren sus raíces o su embrión en grupos católicos de base.
1. Brasil y Cono Sur. En Brasil, a comienzos de los años sesenta, se fundará Acâo Popular, inspirada en el pensamiento de Torres y contestataria de la tradicional jerarquía eclesiástica. El papel de la Iglesia será fundamental, ya que no sólo ejercerá como oposición a los regímenes autoritarios sino que también tendrá una profunda penetración en los distintos espacios de la sociedad civil. Hasta tal nivel que, incluso, una significativa parte de los líderes del Partido dos Trabalhadores (PT) y del Movimiento dos Trabalhadores Sem Terra (MST) encontrará su origen en pastorales juveniles (De Souza, 2007: 14).
En Argentina, el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo se configurará como uno de los grupos más relevantes dentro del panorama eclesiástico regional, además de constituir un antecedente de las fuerzas del peronismo revolucionario e, incluso, de los Montoneros. Por su parte, en Chile, los católicos desencantados con la democracia cristiana de Eduardo Frei fundarán en 1971 Cristianos por el socialismo, con la tentativa de que la “fe cristiana se vive y se revitaliza en la política” (Arroyo, 1975: 93).
2. Países Andinos. En Bolivia, el jesuita catalán Luis Espinal derramará su sangre en defensa de los derechos humanos durante la dictadura de Luis García Meza. En 1980 será asesinado en una acción planificada por el Gobierno. En Ecuador, Leónidas Proaño, obispo de Riobamba, será considerado uno de los mayores impulsores de los derechos de los pueblos INDIGENAS, hecho que le llevará a ser encarcelado durante la dictadura de Guillermo Rodríguez Lara. Mientras, en Perú, Gustavo Gutiérrez se presentará como uno de los principales inspiradores de los principios teóricos de la teología de la liberación.
3. Centroamérica. Pero será, sin duda, en Centroamérica donde mayor resonancia tenga los pasos dados por sacerdotes católicos en defensa de los derechos humanos y en denuncia de los abusos cometidos por los regímenes dictatoriales. El caso de El Salvador alcanzará una elevada cuota de sangre con el asesinato, primero, de Óscar Romero, arzobispo de San Salvador y símbolo latinoamericano por su ferviente lucha a favor de los desfavorecidos, quien será tiroteado en 1980 mientras oficiaba una eucaristía. Y, después, en 1989, con los asesinatos de seis jesuitas profesores de universidad. Entre ellos, Ignacio Ellacuría, quien planteará una reforma profunda del sistema universitario y el principio de las mayorías como base sobre la que se asientan los derechos humanos. Más allá de nombres propios, la archidiócesis de San Salvador tendrá “un papel determinante en el conflicto armado que durante doce años desangró a El Salvador, en las negociaciones para ponerle fin y en el cumplimiento de los acuerdos de paz firmados en 1992” (Cardenal, 1995: 156).
En Nicaragua, buena parte de la jerarquía de la Iglesia se mantuvo fiel al dictador Anastasio Somoza. Si bien, en 1977, el sacerdote español Gaspar García Laviana se unirá al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), un ejemplo que seguirán otros clérigos. De forma que “coexistieron dos proyectos de Iglesia, que tuvieron íntima relación con dos proyectos políticos antagónicos que trataron de implantarse en el país. La Iglesia que vivió la opción preferencial por los pobres, que se expresó y organizó en las comunidades de base, en la presencia de los católicos en las organizaciones populares, en sacerdotes y religiosos que vivieron y trabajaron con y para los pobres. En contra parte, el proyecto de Iglesia propio de la burguesía y de la clase media, que se inclinó hacia una religiosidad de tiente espiritualista y que no quiso comprometerse para nada con el proceso transformador que vivió el pueblo de Nicaragua” (Monroy, 2007: 102).
Por su parte, en Guatemala, “el ejército guatemalteco tiene fama de fusilar sistemáticamente a todos los civiles en cuya casa se encuentra una biblia, señal de su pertenencia a una comunidad de basa católica, por lo tanto subversiva” (Meyer, 1989: 11).
4. México. Finalmente, podría considerarse que una de las últimas “apariciones” de la teología de la liberación en la región se visibilizó en 1994 con el alzamiento zapatista en el sur mexicano. Samuel Ruiz, obispo de Chiapas y simpatizante de la causa indígena, ejerció como intermediación en las negociaciones entre el Gobierno y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Su papel logró el reconocimiento de la guerrilla que, con motivo de su muerte en enero de 2011, emitía un comunicado honrando al prelado. “Don Samuel Ruiz García no sólo destacó en un catolicismo practicado en y con los desposeídos, con su equipo también formó toda una generación de cristianos comprometidos con esa práctica de la religión católica. No sólo se preocupó por la grave situación de miseria y marginación de los pueblos originarios de Chiapas, también trabajó, junto con heroico equipo de pastoral, por mejorar esas indignas condiciones de vida y muerte” (EZLN, 2011).
IV. VALORACIÓN GENERAL Y TENDENCIA. Tal vez, sea demasiado pretencioso aventurar una correlación directa, pero la pérdida de influencia de la teología de la liberación ha ido acompañada de una pérdida de confianza en la Iglesia, que se ha dado “de manera sistemática desde los años noventa, donde tenía un promedio de más de 70 puntos porcentuales, mientras que en esta década que recién termina [2010] alcanza un promedio de más de 60 puntos porcentuales. Hay 10 puntos menos que al final de la década de los noventa” (Latinobarómetro, 2010: 74). Aún con todo, y con una tendencia a la baja en el número de fieles, el porcentaje de católicos en el continente lo convierten en uno de los más importantes para el catolicismo: en los 19 países se estima un total de 447 millones de católicos, el 47,98% mundial (Parker, 2005, 36).
Si bien, una interpretación de la Iglesia católica hoy obliga a ponerla en relación con el Estado, con su propia comunidad (fieles e institución) y con la sociedad civil en general. Los procesos de democratización política, la atenuada tensión entre el Vaticano y las bases y la globalización cultural marcarán estas relaciones, que tienen como consecuencia final una Iglesia católica en competición con una mayor pluralidad de cultos, un perfil político de menor rango y una fuerte labor social.
De esta forma, las comunidades católicas tendrán ahora un mayor protagonismo como instrumento de mediación en barrios y zonas marginales, sobre todo, de áreas periféricas urbanas, producto de los procesos migratorios y de la exclusión que genera el sistema, aunque no por ello su presencia dejará de ser relevante en el mundo rural. Estas bases ya no tendrán el monopolio de la acción y, en buena parte de los casos, se asociarán con otras Iglesias, ONGs y con asociaciones de la sociedad civil, en algunos casos en conexión con las Administraciones Públicas y con la cooperación internacional, y tendrán como finalidad prioritaria actuar en contextos problemáticos, ya sea por sus elevadas tasas de pobreza, desnutrición o violencia.
Una nueva época, tal vez, menos propicia para la épica pero donde todavía se engendra toda una gama de heroísmos cotidianos, donde lo principal “no son ya los mártires asesinados bajo la represión de las «guerras sucias» [sino] la muerte lenta del pueblo de los pobres por el hambre, el analfabetismo y la enfermedad” (Dussel, 1997: 457).
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