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Voces en Derechos Humanos

  • Término: DIVISION DE PODERES


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    Autor: Remedio Sánchez Ferriz


    Fecha de publicación: 10/05/2011 - Última actualización: 10/05/2011 00:03:15


    I.          CONCEPTO Y SIGNIFICACIÓN HISTÓRICA. La separación de poderes es, como dice Barthelemy, un principio de arte político que puede formularse así: “es conveniente, tanto desde el punto de vista de un buen funcionamiento de los servicios públicos como desde el punto de vista del respeto de las libertades individuales por parte del Estado, que las diversas funciones estatales (función legislativa, ejecutiva y jurisdiccional) sean ejercidas por órganos distintos que gocen los unos respecto de los otros, de cierta independencia”. Este principio se halla vinculado al régimen representativo, lo que justifica que no tuviera recepción en países como Suiza y que, ambos principios, representación y división de poderes, constituyeran dos importantes armas arrojadizas frente al Antiguo régimen.

    Es sabido que la división de poderes, junto con la defensa de la LIBERTAD, formaron los dos pilares que dieron vida al Estado Liberal (ESTADO DE DERECHO); ahora bien, tal vez la extraordinaria importancia de los mismos nos ha llevado a una permanente reiteración de su interés y funcionalidad sin que nos hayamos detenido a comprender bien la relación que ambos elementos guardan entre sí. Volver sobre el auténtico (el originario) sentido de la teoría de la división de poderes en el momento de su formulación podría arrojar alguna luz sobre su entendimiento y funcionalidad actual; pues no se olvide que sigue siendo aceptado en la inmensa mayoría de los textos fundamentales y su invocación es uno de los temas políticos más recurrentes, pero con un inconveniente: se invoca en los enfrentamientos entre grupos políticos o entre órganos de poder (cfr. autores más autorizados como, entre tantos, Sánchez Agesta, 1989), pero se suele ignorar su verdadera finalidad: la garantía de las libertades y derechos de los ciudadanos de los ciudadanos. Tal vez por ello Briseño Serra (1985, 599), observando la presencia de partidos y de multitud de órganos en los regímenes iberoamericanos, concluye que no puede ser efectiva la división tripartita. A lo sumo, la técnica de la división de poderes se vincula a la de representación y por ende a la de democracia representativa, permitiendo así vincular los defectos de tal separación de poderes (por más que no haya dejado de preverse en todas las constituciones) a la degradación de la democracia en Iberoamérica (Briseño Serra, 1985, 601). Y, sin embargo, como ya he dicho, la teoría nace estrechamente vinculada a la idea de libertad ciudadana (sí lleva a cabo tal enfoque W. Hoffmann-Riem, 2007, passim).

    1.      Formulación técnica. Universalmente se atribuye a Montesquieu su formulación. Pero la idea de la necesidad de frenar el poder era muy antigua y acompañó siempre toda reflexión política. Solo que la aportación de Montesquieu fue oportuna y afortunada por el momento histórico en que se formula, cuando las ideas y las instituciones están en condiciones de alumbrar una nueva forma de Estado a la que no en vano preceden, a modo de “presentación”, las Declaraciones de derechos tanto en América como en Europa (que adopta como bandera la francesa de 1789). Por tanto, su aportación tiene el carácter de técnica o solución concreta (“regla de sabiduría política”, la llama Barthelemy) para la preocupación política del momento en que se formula, pero alcanza valor universal por su vinculación a la forma de Estado que triunfa a partir de entonces.

    2.      Precursores de la fórmula definitiva. Como precursores de la teoría de Montesquieu podemos distinguir los remotos de los próximos. Precursores remotos de la teoría son, entre otros, Aristóteles (que ya en su Política incluye una consideración práctica al observar que en todos los Estados existe una Asamblea General, un Cuerpo de Magistrados y un Cuerpo Judicial), Marsilio de Padua y Nicolás de Cusa. También Maquiavelo sugiere que los reinos bien ordenados no dan el imperio absoluto a su rey sino en los ejércitos, pues en las demás cosas nada puede hacer sin consejo. Y Bodino dirá que el rey debe renunciar a administrar justicia por sí mismo, dejando ese cuidado a los jueces independientes. En realidad, son precursores remotos en el tiempo, pero también lo son en la idea porque sólo la sugieren, ninguno de ellos la estructura. Y en este nivel, de pensamientos aislados, cabría ampliar mucho la referencia a los precedentes; aunque en la Edad Media, tan surcada de dualismos, con reparto estamental de la autoridad entre las clases, los brazos y las jerarquías, no era fácil que brotara una doctrina cuyo nacimiento sólo se explica como reacción contra la absorción enorme del poder en manos del Príncipe que sólo se dará a conocer con los Estados absolutos.

    Sin duda el más inmediato precursor, incluso en la finalidad (“la separación de poderes tiene por objeto impedir “que la frágil naturaleza humana tienda a abusar del poder”, peligro que se corre cuando se concentra en unas solas manos), es Locke. Y como Locke considera que por sí sola no es suficiente para garantizar la libertad y propiedad de los ciudadanos, añade (como después hará Montesquieu) una serie de consideraciones que deben ser respetadas por los poderes: sujeción del ejecutivo y del federativo al legislativo, sujeción de éste al cumplimiento de los fines que constituyen su razón de ser, imposibilidad de que el legislativo transfiera o delegue su poder en otro órgano que no proceda de la elección popular, obligación de que el gobierno sólo aplique leyes sancionadas y promulgadas “únicas y constantes para el rico y para el pobre, el favorito de la Corte y el mozo de labranza”.  Pues, “la verdadera libertad, que consiste en vivir bajo leyes ciertas y estables ya que de esta manera el pueblo puede conocer sus deberes y se siente salvaguardado y seguro bajo la égida de las leyes”. (Cfr. Sánchez Ferriz, 2010, 101-102).

    3.      La teoría, coherentemente con su finalidad, fue asumida por las grandes Declaraciones de derechos. No han faltado detractores ni defensores de la teoría pero, en cualquier caso, de lo que no cabe duda es de su valor y de su éxito, que se reflejó de inmediato en los grandes textos liberales:

    3.1.  El valor de la aportación de Montesquieu consistió en sistematizar y ofrecer una teoría de la que, según se acaba de ver, sólo cabría encontrar elementos aislados e inconexos en las ideas políticas precedentes; y, además, haberlo hecho con un finalidad bien definida y acorde con las preocupaciones de la época: conseguir el logro y la garantía del respeto a la libertad.

    3.2.  Ni tampoco cabe desconocer su éxito práctico, que la sitúan como uno de los pilares básicos del constitucionalismo liberal. Baste pensar en los siguientes ejemplos:

    ·           En la Declaración de Derechos de Virginia de 1776 ya se lee "que los poderes legislativo, ejecutivo y judicial deben ser separados y distintos" (art. V).

    ·           La Constitución de los EE.UU los consagra en sus tres primeros artículos en modo que como se verá se aplica hasta nuestros días; los comentarios de "The Federalist Papers" desenvuelven sus dogmas.

    ·           La Declaración de Derechos francesa, de 1789, establece en su art. 16 que "una sociedad en donde la garantía de los derechos no esté asegurada ni la separación de los poderes establecida, carece de Constitución".

    ·           Previamente, ya el Bill of Rigths de Virginia, de 1776, había establecido: “5. That the legislative and executive powers of the state should be separate and distinct from the judicative; and that the members of the two first may be restrained from oppression, by feeling and participating the burthens of the people, they should, at fixed periods, be reduced to a private station, return into that body from which they were originally taken, and the vacancies be supplied by frequent, certain, and regular elections, in which all, or any part of the former members, to be again eligible, or ineligible, as the laws shall direct.Que los poderes legislativo y ejecutivo de la del Estado deben estar separados y distintos del judicial,….”.

    3.3.     Por lo que se refiere al Constitucionalismo español, la Constitución de Cádiz (1812) destina sus artículos 15, 16 y 17 a definir y regular separadamente cada uno de los tres poderes del Estado como directa aplicación de la teoría. Y no menos cabe decir de las Constituciones hispanas que van surgiendo con la independencia, no solo por la influencia de la española (en la que la doctrina es conteste; por todos, Gros Espiell, La C. española de 1978 e Iberoamérica…, en Fernández Segado, 2003, pág. 31), sino también por influencia de la norteamericana, en la que la separación  de poderes tiene una acepción aún más radical en la medida en que recibe influencia directamente de Locke. La enumeración se haría interminable por lo que basta con estos ejemplos, por lo demás, muy representativos.

     

    II.       RELECTURA DE MONTESQUIEU.

    1.      El punto de partida: las funciones estatales y el modo de desempeñarlas en función de los fines que se persiguen. El Libro XI de El Espíritu de las Leyes, en el que Montesquieu entra de lleno en la formulación de la teoría, se intitula “De las leyes que conforman la libertad política en su relación con la Constitución”, mientras que al libro sucesivo, el XII, el autor reserva el tratamiento “De las leyes que conforman la libertad política en su relación con los ciudadanos”. Montesquieu parte de una afirmación general: todos los Estados coinciden en un mismo fin, el de la permanencia; a partir de ahí, cada uno establece o define sus fines propios. Según los que pretenda establecer y lograr, cada Estado en concreto deberá organizar sus funciones y regular sus órganos en la forma más apropiada a tales fines particulares. De modo que si el autor nos relata cómo se han distribuido los diversos órganos el ejercicio del poder no es porque crea que todos los Estados han de organizarse así, sino porque está describiendo el sistema inglés, en el que dicha disposición del poder obedece a su fin particular: respetar la libertad (“también existe, dice, una nación en el mundo cuya Constitución tiene como objeto directo el de la libertad”). No en vano, la descripción de lo que se viene denominando teoría de la separación de poderes se contiene en el Capítulo VI del mismo libro XI bajo el epígrafe de “La Constitución de Inglaterra”. Por ello, dirá P. Hazard (El pensamiento europeo en el siglo XVIII. Madrid, Alianza Ed. 1991, pág. 164) que Montesquieu ha fijado para siempre este momento en la historia de las ideas. Todo el mundo conoce  los capítulos de L’Esprit des lois, donde ha mostrado cómo el mejor de los Estados era el que aseguraba el máximo de independencia con el máximo de seguridad, aquel en que el poder retenía al poder; cómo Inglaterra era ese Estado modelo, donde la libertad aparecía como en un espejo…”.

    2.      La libertad como eje del sistema. Para Montesquieu, como para Locke, lo decisivo es que las diversas funciones públicas no se acumulen en una sola mano. Pues, “Cuando en la misma persona o en el mismo cuerpo de magistratura el poder (o potestad) legislativo se une al ejecutivo no hay LIBERTAD porque puede temerse que el propio monarca o el mismo senado haga leyes tiránicas para ejecutarlas tiránicamente”. La idea, como constante de su pensamiento, se repetirá en cada ocasión en que se adentra en la consideración de cada una de las tres esenciales funciones.

     

    III.    DIVISIÓN DE PODERES PERO TAMBIÉN EQUILIBRIO SOCIAL PARA GARANTIZAR LA LIBERTAD POLÍTICA. Para Montesquieu, siguiendo a Locke, el modo de debilitar el poder en beneficio de la libertad individual no es transferirlo, como pronto propondrá Rousseau, sino dividirlo. Y tal división podría hacerse de dos modos: 1) en sentido vertical, interponiendo entre el poder y los súbditos cuerpos intermedios que, según la tradición aristocrática, serán los depositarios de parte del poder (no debe olvidarse que el autor es sucesor del tradicionalismo aristocrático del que —entre otras raíces— parten sus concepciones); y 2) en el sentido horizontal, con el reconocimiento de tres poderes que deberán servirse de contrapeso: el ejecutivo, el legislativo y el judicial. Con el desarrollo de esta teoría Montesquieu está aportando una fórmulapolítica, avanzada por Locke pero perfeccionada por él, que va a tomarse como principio estructural del constitucionalismo y que aún está presente en las constituciones actuales. Dicha construcción, basada en la experiencia inglesa, expresa la convicción de que sólo puede garantizarse la libertad mediante la moderación y el equilibrio en el ejercicio del poder.

    1.      El poder tiende al abuso. Montesquieu parte de una constatación ya hecha por Locke: “La experiencia eterna demuestra que todo hombre que tiene poder se ve tentado a abusar de él”; por ello, “a fin de que no sea posible abusar del poder, es preciso disponer las cosas de tal manera que el poder sea limitado por el poder”. Sólo así puede considerarse garantizada la libertad, la idea fuerza respecto de la cual la Teoría de la división de poderes adquiere un carácter instrumental.

    La libertad política, para el ciudadano, es esa tranquilidad de espíritu que proviene de la opinión que cada unotiene de su seguridad, y para que exista tal libertad es menester que el gobierno sea tal que un ciudadano no pueda tener miedo a otro ciudadano” (Montesquieu - El espíritu de las leyes).

    2.      No cabe la libertad si la sociedad no tiene sus poderes organizados a tal fin. Montesquieu observa que en Inglaterra existe un régimen de libertad cuya causa cree descubrir en la división de poderes y, considerándola un modelo a imitar, la expone aconsejándolo para poder asegurar la libertad en los Estados donde falte. En ella cabe distinguir dos aspectos: la división de los poderes propiamente dicha y el establecimiento de pesos y contrapesos entre los mismos, que permitirán su necesario y recíproco control pero, también, su relación). Por lo que respecta al primer aspecto, observa Montesquieu que los poderes que existen en un Estado son tres: el Legislativo,que hace las leyes, las modifica o las deroga; el Ejecutivo,que firma la paz y declara la guerra, envía y recibe embajadas, procura la seguridad, etc.; y el Judicial, por el que se castigan los delitos y se juzgan las diferencias entre los particulares. Como puede verse, la influencia de Locke es evidente a pesar de que Montesquieu hace del judicial un poder distinto, el tercero, aunque lo concibe con una serie de limitaciones (o, mejor, vacilaciones a la hora de precisar su papel) que habrán de pesar en la concepción del mismo hasta época reciente. Pero, aunque no acabe de precisar cómo ha de garantizarse el autogobierno de los jueces, sí expresa con claridad la necesidad de que no se vincule a ninguno de los otros dos poderes: “Tampoco hay verdadera libertad si el poder de juzgar no se halla separado del poder legislativo y del ejecutivo. Si aquél queda unido al poder legislativo, el poder (de decisión) sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario, pues el juez sería legislador. Si (en cambio) se halla vinculado al poder ejecutivo, el juez podría contar con la fuerza de un opresor...” (Montesquieu).

    3.      Función auxiliar de la aplicación de la teoría respecto de la garantía de la libertad. Tal es la formulación originaria de la teoría que aún hoy tiene la virtualidad de conformar la forma de gobierno según cómo la misma sea aplicada. No me refiero solo a las tres grandes formas de gobierno a que su aplicación fue dando lugar (parlamentarismo o colaboración de poderes, presidencialismo o separación y confusión de los mismos allá donde no ha hallado aplicación, formas sobre cuya evolución en Europa se explayó C. Mortati, Le forme di Governo, Padova, Cedam, 1973), sino al hecho puesto de relieve por C. Schmitt de que, por la forma en que las dos grandes partes de toda CONSTITUCION (dogmática y orgánica) se relacionan, podemos concluir ante qué tipo de régimen nos encontramos. En este sentido, su enfoque sigue siendo determinante para calificar un régimen político. Si los derechos están en situación de supraordinación son ellos, como parte dogmática, los que trazan la finalidad sustancial del Estado conformando un postulado indeclinable: es la sociedad misma, anterior al Estado, quien los posee y exige su consagración. La parte orgánica sirve para asegurar ese sistema liberal y democrático de convivencia. Cuando ambas partes se hallan en situación de coordinación, la dogmática se limita a formular ciertas exenciones del ciudadano frente al poder que no llegan a configurar la esencia del régimen. Pero también la parte dogmática podría hallarse en situación de subordinación. Ello se produce si la misma no presenta límite para los poderes establecidos en la orgánica (porque aquélla sólo contenga declaraciones programáticas o porque su única garantía sea la RESERVA DE LEY). Es ésta una situación que desmiente y desvirtúa la fundamentación del constitucionalismo y que se da en sistemas no democráticos (Sánchez Ferriz, 2010, 180-181).

    4.      Separación de poderes no es desconexión entre ellos. Este es el segundo aspecto de la Teoría, la fórmula política que nos ofrece para posibilitar la relación entre los poderes, que viene constituida por la disposición de pesos y contrapesos recíprocos: En primer lugar, los poderes (principalmente el legislativo y ejecutivo, porque para Montesquieu el judicial no tiene por qué conferirse a un órgano permanente, dado que actúa intermitentemente y se limita a ser “la boca que pronuncia las palabras de la ley”) deben atribuirse a órganos separados e independientes: Todo estaría perdido, dice, si el mismo hombre o el mismo cuerpo de los principales, o de los nobles, o del pueblo, ejerciese estos tres poderes. En segundo lugar, también el legislativo debe estar dividido en dos Cámaras: una de nobles, hereditaria, que actuará de contrapeso de la otra, de carácter electivo. Así, mientras esta última tendrá la facultad de estatuir —legislar—, la primera, en todo aquello que pueda concernir a sus intereses, sólo tendrá la facultad de impedir —vetar— las resoluciones de la cámara electiva. Pero, además, el poder ejecutivo tendrá las facultades de convocatoria y prórroga del cuerpo legislativo y el derecho de veto de la legislación, mientras que el poder legislativo tiene el derecho y debe tener la facultad de examinar “en qué manera las leyes que él ha aprobado han sido ejecutadas”. Así se evita la compartimentación rígida y el consiguiente bloqueo que pudiera derivarse de una separación que no previera elementos de conexión entre los poderes. Es así cómo, a partir de estas aportaciones doctrinales, el LIBERALISMO cuenta con la fórmula política sobre la que construir su propio Estado (cfr. Sánchez Ferriz, 2010, 104 y ss.).

    5.      La descentralización de la representación no es ajena a la formulación de Montesquieu. La cuestión del buen gobierno y del establecimiento de las bases constitucionales que permitan cumplir a cada Estado con los fines que se ha fijado y, especialmente, cuando éstos son los de respetar la libertad (a diferencia de lo que ocurre con las tiranías y los despotismos) es mucho más compleja que el simple establecimiento de tres poderes estatales y requiere del establecimiento de mecanismos y técnicas que faciliten el cumplimiento adecuado de cada función estatal por los órganos a quienes se encomienda y en la forma que resulte más adecuada a los fines que persiguen. Ante todo, según el enfoque práctico que sostiene Montesquieu, ha de subrayarse la necesidad de la representación para evitar discusiones inútiles y poder centrar los esfuerzos en organizarla debidamente: En estado libre, todo hombre debe ser gobernado por sí mismo, para lo cual sería necesario atribuir la función legislativa al cuerpo popular: “Pero como esto es imposible en los Estados grandes y en los pequeños conlleva muchos inconvenientes, es necesario que el pueblo haga a través de sus representantes lo que no puede hacer por sí mismo”. Sentado este práctico criterio, no pierde el tiempo en disquisiciones inoperantes y discurre, en cambio, sobre el mejor modo de organizar la representación: “Se conocen mucho mejor las necesidades de la propia ciudad que las de las ajenas y se  juzga mejor la capacidad de los propios vecinos que las de otros compatriotas. No es, pues, necesario que los miembros del cuerpo legislativo sean escogidos en general del cuerpo nacional; pero sí conviene que, en cada lugar principal, sus habitantes escojan un representante…”.

    6.      A modo de conclusión sobre la completitud de la teoría. Pero tal vez lo más interesante para una reflexión de los problemas contemporáneos desde una adecuada comprensión de la teoría, es el hecho de que Montesquieu tanto o más interés que en la determinación de los poderes o funciones, lo tiene en establecer sus normas básicas de funcionamiento interno y la necesidad de que mantengan relaciones entre los mismos también en función de normas y reglas que deben ser respetadas, tal como ya aludí supra. No puede olvidarse que el sistema establecido por Montesquieu resulta perfectamente equilibrado y sus piezas debidamente engarzadas en función del sistema que describe, la monarquía parlamentaria inglesa, y que aconseja para todos  los Estados que deseen ver respetada la libertad de sus ciudadanos. Resultando revolucionarias para el momento en que se formulan, y también de extraordinario interés para entender la organización de los poderes incluso en nuestros días, lo que no puede ignorarse es el transcurso de casi tres siglos desde la formulación de la teoría, mucho más completa y compleja (tal como estamos viendo) de lo que se suele conocer de ella. Si no hemos sido capaces de encontrar teorías alternativas tan eficaces como la vieja teoría de la división de poderes, sí resulta necesario su mejor entendimiento y, sobre todo, el modo de razonar del que, con gran naturalidad, la extrajo su autor.

     

    IV.          DIVISIÓN DE PODERES EN LAS CONSTITUCIONES IBEROAMERICANAS.

    1.      Difícil virtualidad de la Teoría clásica de la división de poderes en  las sociedades contemporáneas. Siendo, según se ha visto, mucho más completa la teoría de Montesquieu de lo que se suele recordar, y requiriendo su aplicación una serie de elementos (baste recordar a modo de ejemplo la multitud de controles inter e intra órganos a los que K. Loewenstein, 1979, dedica más de la mitad de su obra), entre los que no es menor la cultura democrática (entre tantos, W. Hoffmann-Riem, 2007, 220 y ss.) y la decisión de llevarla a efecto, no es de extrañar que las grandes transformaciones sufridas por las sociedades contemporáneas hagan cada vez más difícil su correcta aplicación. Ya hace más de dos décadas De Cabo ponía de relieve la disfuncionalidad y hasta el ataque que sufren hoy los postulados típicos del Estado de Derecho, a partir de  diversas razones entre las que ha de considerarse el desajuste entre el marco institucional que proporciona el Estado de Derecho Liberal y las amplias funciones de su heredero, el Estado Social (C. De Cabo, La crisis del Estado social. Barcelona, PPU, 1986, 73-75). También García Pelayo (El Estado de Partidos. Madrid, Alianza, 1986, 109 y ss.) se refirió a los efectos que sobre los grandespostulados ejercían las transformaciones operadas en el Estado de partidos. En uno y otro caso, los efectos sobre la desvirtuación de la división de poderes y sus negativos efectos sobre las garantías de las libertades se subrayaban como  riesgos ante los que había de actuar.

    Sin embargo, el paso de los años no ha aportado una alternativa válida a la teoría de Montesquieu por más que son muchas las propuestas e ideas que tratan de salir al paso de los problemas actuales de la partitocracia sin que, no obstante, dejen de ser ideas, todas ellas muy parciales, que en absoluto pueden parangonarse con la formulación técnica y completa que dio paso al Estado liberal. Pese a lo cual, la teoría sigue contemplándose en las Constituciones autodenominadas democráticas (e incluso en algunas de cuya práctica democrática cabría plantear no pocas dudas). Y ello lo encontramos igualmente en Europa como en Iberoamérica, que en absoluto constituye una excepción a este doble fenómeno no siempre coherente: de una parte, la constitucionalización de la teoría en los textos fundamentales y, de otra, su obsolescencia real por la dinámica partidista allá donde el PLURALISMO es una realidad o, peor aún, donde la preeminencia de un partido imposibilita la alternancia en el poder (como durante décadas ocurrió con México). Y, ni que decir tiene, que los efectos negativos o amortiguadores de la libertad se dejan sentir ante la falta de una buena organización de gobierno, como se pone de relieve en toda reflexión doctrinal al respecto e, incluso, en algún informe de las Defensorías del Pueblo aunque, obviamente, por la propia naturaleza de su función apenas pueden contener mínimas referencias en la medida en que su función ha de atender más a las consecuencias (o atentados a los derechos) que a las causas institucionales y estructurales de cada sistema (DEFENSOR DEL PUEBLO).

    2.      La literalidad de la mayoría de los textos fundamentales. En lo que se refiere a los textos constitucionales iberoamericanos, hay casos en que la formulación conserva sus características más clásicas y, en otros, hay elementos peculiares que trataremos de apuntar.

    2.1.  Entre los primeros (textos con reconocimiento expreso) tal vez los más claros sean los siguientes: la previsión constitucional de Costa Rica, en cuyo artículo 9 cabe leer “El Gobierno de la República es popular, representativo, participativo, alternativo y responsable. Lo ejercen el pueblo y tres Poderes distintos e independientes entre sí: el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial. (Reformado por ley N° 8364 del 1 de julio del 2003)”. El art. 4 de la Constitución de la República Dominicana es así mismo muy claro: “... Se divide en Poder Legislativo, Poder Ejecutivo y Poder Judicial. Estos tres poderes son independientes en el ejercicio de sus respectivas funciones”. También forma parte de este primer grupo el artículo 49 de la Constitución mexicana: “El Supremo Poder de la Federación se divide para su ejercicio en Legislativo, Ejecutivo y Judicial. No podrán reunirse dos o más de estos Poderes en una sola persona o corporación, ni depositarse el Legislativo en un individuo, salvo el caso de facultades extraordinarias al Ejecutivo de la Unión…”. También la constitución de Panamá dispone en su artículo 2: “El Poder Público sólo emana del pueblo. Lo ejerce el Estado… por medio de los Órganos Legislativos, Ejecutivos y Judicial, los cuales actúan limitada y separadamente, pero en armónica colaboración”.

    2.2.  Reconocimiento expreso con alguna peculiaridad digna de mención. El art. 141 de la Constitución de Guatemala establece algo semejante a las anteriores: “La soberanía radica en el pueblo quien la delega, para su ejercicio, en los Organismos Legislativo, Ejecutivo y Judicial…”.  Pero de esta Constitución lo más destacable es que expresa esa finalidad tan repetida en Montesquieu y que en otras muchas Constituciones se contiene solo en forma tácita o sobreentendida, pues se lee en su art. 140: “Guatemala es un Estado libre, independiente y soberano, organizado para garantizar a sus habitantes el goce de sus derechos y de sus libertades. Su sistema de Gobierno es republicano, democrático y representativo”. También es muy claro en tal sentido el art. 5.2 de la Constitución chilena aunque no lo refiere, como en el caso anterior, a los tres poderes sino a los órganos en general (“El ejercicio de la soberanía reconoce como limitación el respeto a los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana. Es deber de los órganos del Estado respetar y promover tales derechos, garantizados por esta Constitución, así como por los tratados internacionales ratificados por Chile…”).

    El artículo 3 de la Constitución de Paraguay de 1992 también contiene alguna novedad al introducir referencias a la idea de coordinación tan ajenas a la mayoría de las constituciones Iberoamericanas hasta época reciente: “El pueblo ejerce el Poder Público por medio del sufragio. El gobierno es ejercido por los poderes legislativo, Ejecutivo y Judicial en un sistema de separación, equilibrio, coordinación y recíproco control…”. Y esta misma peculiaridad la encontramos en la Constitución de  Bolivia, en cuyo Artículo 12. I  se puede leer: “El Estado se organiza y estructura su poder público a través de los órganos Legislativo, Ejecutivo, Judicial y Electoral. La organización del Estado está fundamentada en la independencia, separación, coordinación y cooperación de estos órganos”…  Como también la idea se advierte al recordar, p. ej., la previsión de la Constitución de la República de Honduras contenida en su art. 4: “La forma de gobierno es republicana, democrática y representativa. Se ejerce por tres poderes: Legislativo, Ejecutivo y Judicial, complementarios e independientes y sin relaciones de subordinación…”.  Sin que tampoco difiera de la misma idea la Constitución de El Salvador de 1983 (Actualizada en el 2000), en cuyo  art. 86 leemos: “El poder público emana del pueblo. Los órganos del Gobierno lo ejercerán independientemente dentro de las respectivas atribuciones y competencias que establecen esta Constitución y las leyes. Las atribuciones de los órganos del Gobierno son indelegables, pero éstos colaborarán entre sí en el ejercicio de las funciones públicas. Los órganos fundamentales del Gobierno son el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial”. También resulta muy clara la Constitución de Colombia de 1991 (con reformas hasta 2005), cuyo art. 113 establece: “Son ramas del Poder Público, la legislativa, la ejecutiva, y la judicial. Además de los órganos que las integran existen otros, autónomos e independientes, para el cumplimiento de las demás funciones del Estado. Los diferentes órganos del Estado tienen funciones separadas pero colaboran armónicamente para la realización de sus fines”.

    Distinta es la peculiaridad del art. 7 del texto fundamental de Nicaragua, al afirmar que “es una república democrática, participativa y representativa. Son órganos del gobierno: el Poder Legislativo, el Poder Ejecutivo, el Poder Judicial y el Poder Electoral". Obsérvese que en este caso se ha añadido un cuarto poder, el Electoral, conformando así una de las manifestaciones de la interpretación de la teoría consistente en añadir uno o más poderes a los clásicos (sobre la cuestión, cfr. Sánchez Ferriz, 2010, 371). En este mismo sentido resulta excepcional la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela por cuanto no solo aumenta el número de los poderes sino que contempla tanto la división horizontal de los mismos como la vertical en sentido territorial: “Artículo 136. El Poder Público se distribuye entre el Poder Municipal, el Poder Estadal y el Poder Nacional. El Poder Público Nacional se divide en Legislativo, Ejecutivo, Judicial, Ciudadano y Electoral. Cada una de las ramas del Poder Público tiene sus funciones propias, pero los órganos a los que incumbe su ejercicio colaborarán entre sí en la realización de los fines del Estado”.

    2.3.  Constituciones sin mención expresa. Es el caso de Argentina, aunque dedique concretos capítulos a regular cada poder, y el de Brasil en términos semejantes. La Constitución de Perú de 1979 y la de Ecuador de 1978 no mencionaban la distribución aunque la regulación si obedecía a ella, y en forma muy ambigua lo hacia la Constitución de Venezuela de 1961 (“las ramas del poder público tienen sus funciones propias pero los órganos a quienes incumben colaboraran…”). Hoy, sin embargo, el caso de Perú (Const. de 1993) se halla en una posición intermedia entre las Constituciones hasta ahora mencionadas que relacionan los poderes al modo clásico y las que no contienen mención a los mismos sin perjuicio de que el desarrollo de su articulado responda a la división-separación tripartita. En el caso peruano no se mencionan los poderes pero sí la teoría: Así, en el artículo 43º: “La República del Perú es democrática, social, independiente y soberana. El Estado es uno e indivisible. Su gobierno es unitario, representativo y descentralizado, y se organiza según el principio de la separación de poderes”. En la Constitución Chilena no hay una mención expresa a la separación de poderes, sin embargo el artículo 7 aborda el tema desde tal perspectiva; además, los capítulos IV al VI se encuentran asignados a las funciones del Gobierno, Poder Legislativo y Poder Judicial, respectivamente. Lo mismo cabe decir en el caso de  Uruguay y en el de Ecuador, aunque sobre éste hemos de decir algo más para concluir. La referencia a la Constitución de Ecuador nos permite acabar con esta relación para engarzar con el último epígrafe ya conclusivo. Pues, tal como en él vamos a ver, aparte los poderes que algunas Constituciones han ido añadiendo, la doctrina intenta contemplar una serie de controles que completen la aplicación de la teoría en las actuales sociedades, mucho más complejas que las que en su día contempló Montesquieu. Así, se lee en su art. 225: “El sector público comprende: 1. Los organismos y dependencias de las funciones Ejecutiva, Legislativa, Judicial, Electoral y de Transparencia y Control Social.  2. Las entidades que integran el régimen autónomo descentralizado. 3. Los organismosy entidades creados por la Constitución o la ley para el ejercicio de la potestad estatal, para la prestación de servicios públicos o para desarrollar actividades económicas asumidas por el Estado. 4. Las personas jurídicas creadas por acto normativo de los gobiernos autónomos descentralizados para la prestación de servicios públicos”.

     

    V.       A MODO DE CONCLUSIÓN. PERVIVENCIA DE LA TEORIA Y DE SU VIRTUALIDAD A CONDICIÓN DE SER COMPLETADA CON OTROS ÓRGANOS DE CONTROL Y CON INSTITUCIONES CIUDADANAS PARTICIPATIVAS. En términos generales, y respecto de la introducción del principio en Hispanoamérica, la doctrina es conteste en que la influencia más directa fue la estadounidense, razón por la cual se optó más por la separación de poderes (Quintero, 1985, 775 y ss.) que por la colaboración propia de los sistemas parlamentarios europeos que imitaron a Inglaterra. También tal influencia se dejó sentir en la difusión del federalismo que, junto a otras propuestas doctrinales de interpretación actual de la división de poderes, contribuye al intento de que los mismos representen un freno entre sí. Sin embargo, las constituciones hispanoamericanas, pese a su inicial pretensión presidencialista, han ido evolucionando en formas diversas hasta adoptar muchos de los elementos del parlamentarismo como supra acabamos de destacar (Quintero, 1985, 778). Las dificultades que la preponderancia del presidencialismo presentaba en el orden del respeto a la libertad podrían así haberse atenuado, sin perjuicio de la complementación en la función de frenos que los poderes han de ejercer que comporta la aparición de nuevos órganos como los Tribunales Constitucionales (idea en la que insiste W. Hoffmann-Riem, 2007, passim) o las Defensorías del Pueblo, o el fortalecimiento del poder judicial (Lucas Garín, 2009, 5: “Pareciera que parte de la complejidad de la vida moderna requiere funciones cada vez más técnicas que los poderes tradicionales no están en condiciones de asegurar por sí solos y la Constitución o la ley prefieren conferir a algunos órganos especiales…”).

    Ciertamente, si el fortalecimiento del poder judicial supera el papel de la teoría clásica y aporta una nueva forma de control, no menor influencia ha de tener en la aplicación contemporánea la ampliación del sufragio hasta su carácter universal (tampoco imaginable en la época de Montesquieu) y el carácter mucho más participativo de todas las actuales instituciones: “Otro ejemplo que podemos dar lo trae la defensa de los derechos de los usuarios y CONSUMIDORES y cómo el Estado para concretizar sus funciones de control debe crear entes de control de los servicios públicos con participación de usuarios. Como fruto de las reformas del Estado que en nuestro continente se dieron con mucho énfasis en los años ochenta y noventa, se remarcó la necesidad de que se establecieran normas claras de participación de los grupos sociales, en especial ante la transferencia al sector privado de la propiedad y la gestión de los servicios públicos que hizo surgir la necesidad de establecer mecanismos de regulación, de supervisión y de protección al usuario y al consumidor” (Lucas Garín, 2009, 8; en idéntico sentido se explaya con amplitud Fix Zamunio, 1985, 652 y ss.).

    Así, desde la perspectiva de los DERECHOS HUMANOS cabe decir que, por muchos cambios que se hayan operado, sigue vigente la funcionalidad de la misma y su indudable finalidad de garantizar la libertad. Los cambios estructurales son muy profundos y en consecuencia también el principio, para pervivir, no puede limitarse a la  clásica tripartición. Ahora bien, junto a los ya aludidos órganos que con mayor o menor trascendencia constitucional se han ido sumando y adicionando a los tres clásicos, la complejidad presente sí ha desarrollado nuevos controles del poder por medio de la división (o superposición) ordinamental que de algún modo ha venido a hacer realidad la división vertical de que hablaba Montesquieu. Lo que él refería como capas sociales hoy lo constituyen los diversos ordenamientos intra estatales por obra de la DESCENTRALIZACION federal y también por los supra estatales que son especialmente vigilantes en el tema de los derechos humanos como puede comprobarse de modo especial en el caso europeo (UNION EUROPEA) y también en el hispanoamericano (SISTEMA INTERAMERICANO DE DERECHOS HUMANOS).

     

    BIBLIOGRAFÍA. J. Barthelemy y P. Duez, Traite de Droit Constitutionnel, París, Dalloz, 1933; R. Carre de Malberg, Contribution a la Theorie generale de l’Etat, Paris, R. Sirey, 1922, Tomo II.; F. Fernández Segado (Coord.), La Constitución de 1978 y elConstitucionalismo Iberoamericano. Madrid, C.E.P.C. 2003; H. Fix Zamudio, Algunas reflexiones sobre el principio de división de poderes en la Constitución mexicana, 1985, disponible en: http://www.bibliojuridica.org/libros/libro.htm?l=961; R. Hernández Valle, El valor actual del principio de división de poderes. El caso costarricense, 1985, disponible en: http://www.bibliojuridica.org/libros/libro.htm?l=961; W. Hoffmann-Riem, La división de poderes como principio de ordenamiento, en Anuario de Derecho Constitucional Latinoamericano, 2007; K. Loewenstein, Teoría de la Constitución, Ariel, Barcelona, 1979; A. Lucas Garín, Nuevas Dimensiones del Principio de División de Poderes en un Mundo Globalizado, en Estudios constitucionales v.7 n.2, Santiago de Chile, 2009 (versión On-line ISSN 0718-5200); J. P. Mayer,Trayectoria del Pensamiento Político, F.C.E., México, 1961;Montesquieu, De l’Esprit des Lois, en Ouvres Completes. Paris, Chez A. Belin, 1817; C. Quintero, El principio de la separación de los poderes y su valor actual en Iberoamérica, 1985, disponible en: http://www.bibliojuridica.org/libros/libro.htm?l=961; L. Sánchez Agesta,  División de poderes y poder de autoridad del Derecho, en REDC, núm. 25, 1989;  R. Sánchez Ferriz, El Estado Constitucional. Configuración histórica y jurídica. Organización funcional. Valencia, Tirant Lo Blanch, 2010; E. Serna Elizondo, Mitos y realidades de la separación de poderes en México, disponible en: http://www.bibliojuridica.org/libros/libro.htm?l=961.

     

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