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Voces en Derechos Humanos

  • Término: COMUNITARISMO


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    Autor: Alfonso Ruiz Miguel


    Fecha de publicación: 09/05/2011 - Última actualización: 09/05/2011 23:47:56


    I.          INTRODUCCIÓN. En un sentido muy estricto, el comunitarismo es una dirección filosófico­?política localizada espacialmente sobre todo en el ámbito académico anglosajón y temporalmente en el último cuarto del siglo XX. En ese limitado significado, el comunitarismo se puede caracterizar más como una reacción crítica contra el “liberalismo” americano, y en particular con la formulación que de éste hizo John Rawls en su A Theory of Justice, que como una corriente compacta o coherente. En realidad, los propios autores comunitaristas (Alasdair MacIntyre, Charles Taylor, Michael Walzer, Michael Sandel, etc.) han sido considerados tales por otros, pues ellos mismos se han calificado de distintos modos, como aristotélicos, liberales o republicanos (cf. Bell 2009, apud nota 1). El más rotundo y caracterizado de estos autores, MacIntyre, ha negado en varias ocasiones ser un comunitarista, si bien sobre todo para situarse como un crítico radical del LIBERALISMO y del Estado moderno, frente al que sin embargo no cree que puedan existir alternativas comunitarias globales (cf. Fernández Llebrez 1999). No es extraño que el filósofo español Javier Muguerza pudiera afirmar irónicamente que "ninguna comunidad tiene tan poco claro en qué consista una comunidad como «la comunidad integrada por los propios comunitaristas»” (Muguerza 1996, p. 5). Lo que seguramente no es incompatible con la observación de que, como en el caso del nacionalismo, el comunitarismo no es tanto una doctrina derivada de la existencia de comunidades como una doctrina que “imagina” o inventa la idea de comunidad (cf. Pazé 2002, p. XVII).

    Sea como sea, tiene interés recoger los principales rasgos del llamado comunitarismo porque, en un sentido más amplio, se trata de un espectro de ideas críticas bien relevantes con significativos anclajes en una larga tradición filosófica cuyos autores fundamentales son Aristóteles y Hegel. Junto a ellos, aunque de modo informal, varias de las ideas comunitaristas tienen profundos lazos con corrientes o doctrinas que, como el nacionalismo, el tradicionalismo, el relativismo, el multiculturalismo o el republicanismo, son en mayor o menor medida críticas con el liberalismo entendido en un sentido amplio, que en el ám­bito europeo incluye a las posiciones políticas de la izquierda moderada: del liberalismo radical o progresista a la socialdemocracia. Como aquellas doctrinas cercanas al comunitarismo son en parte distintas entre sí, una lectura desde un punto de vista liberal puede servir tanto para mostrar los riesgos que para los derechos tiene el abandono del liberalismo (es sobre todo el caso del nacionalismo) como para indicar puntos que exigen mayor debate dentro de la tradición defensora de los derechos (es sobre todo el caso del republicanismo). Por último, como ha mostrado Daniel Bell, el comunitarismo puede ser una forma útil de abordar algunos de los rasgos más salientes de las diferencias dentro de las conexiones entre la filosofía liberal occidental y la concepción oriental de la política, especialmente de la asiática (Bell 2009, esp. §3).

     

    II.       LOS RASGOS DEL COMUNITARISMO. El comunitarismo puede caracterizarse sintéticamente mediante tres rasgos sólo parcialmente diferenciables, porque se remiten entre sí en cierta superposición de aspectos metodológicos, aspectos ontológicos o metafísicos y aspectos éticos: el particularismo antiuniversalista, el antiatomismo individualista  y la prioridad ética del bien comunitario. Veámoslos sucesivamente.

    1.      El particularismo ético. El comunitarismo se ha caracterizado en primer lugar por destacar la importancia del particularismo frente al universalismo. Por particularismo pueden entenderse distintas cosas, pero siempre a partir de la idea que destaca la importancia de las tradiciones concretas en la creación, trasmisión y consolidación de las pautas morales. Con evidentes alusiones en el trasfondo al historicismo y al relativismo, la crítica comunitarista pone de relieve la importancia de la moral como conjunto de prácticas sociales vigentes en una determinada comunidad (lo que Hegel denominó la eticidad) frente al punto de vista que ve la moral como posición afirmada radicalmente en la voluntad o la razón de cada individuo (o en la buena voluntad racional, como pretendió Kant). En ese marco particularista, no hay lugar para una comunidad universal o cosmopolita, pues las comunidades humanas han sido, son y seguirán siendo diversas y, en cuanto tales, sometidas a pautas culturales y morales especí­ficas. Así, comunidades pueden ser la familia, la aldea, las sectas o la confesión religiosa, el partido político, la etnia, la patria, la nación, e incluso instituciones como la amistad, pero no la cosmópolis, entendida como el conjunto de todos los hombres, que en la perspectiva comunitarista carece de una mínima cohesión y, por tanto, de vigencia y existencia efectiva. Inicialmente, las agrupaciones del comunitarismo corresponden al concepto que el sociólogo del siglo XIX Ferdinand Tönnies denominó precisamente “comunidad” o Gemeinschaft, como un tipo de agrupación "natural", solidarista y casi siempre jerárquica (la única excepción que puede encontrarse en la tradición es la de la comunidad de los amigos), en la que el conjunto da sentido a sus componentes, a los que pide sacrificios incluso supremos, frente a la que se contrapone la “sociedad” o Gesellschaft, entendida como asociación puramente mecánica, "artificial" o consensual y de interés mutuo, en la que el todo no es más que la suma de los intereses individuales, bien ejemplificada por una sociedad anónima o un club deportivo. No obstante, como después se dirá, esta alternativa resulta demasiado tajante para dar debida cuenta de las distintas agrupaciones humanas.

    La historia del pensamiento occidental podría contemplarse como un alternarse entre el particularismo y el universalismo. Aunque las primeras y más importantes doctrinas políticas en la filosofía griega son particularistas, recogiendo la distinción esencial entre griegos y bárbaros, ya entonces hubo sofistas que defendieron la igualdad humana por naturaleza. Con todo, Platón y Aristóteles, aun bajo distintos modelos, defendieron el particularismo de la polis griega y la posibilidad de la ciudad como comunidad perfecta y autosuficiente. En el paso entre el pensamiento griego y romano, sin embargo, cínicos y cirenaicos primero y luego epicúreos y estoicos retornaron a un punto de vista universalista en una nueva combinación, sólo aparentemente paradójica, de individualismo y cosmopolitismo. Tras el mundo clásico, tal vez se pueda afirmar que la impronta cristiana abre un largo período de continuidad y ascenso del universa­lismo moral, si bien con importantes contrapesos particularistas, como el estamentalismo feudal, las cruzadas católicas o el afianzamiento de los reinos frente a la idea de imperio, continuados en la Edad Moderna por el nacimiento de los Estados territoriales y por las guerras religiosas tras la Reforma. En contraste, con el humanismo renacentista se abre el camino para la nueva doctrina racionalista de los derechos naturales, que desarrolla un universalismo individualista muy influyente durante los siglos XVII y XVIII. Pero uno de los signos de reacción antiilustrada que caracterizan al siglo XIX es el historicismo, así como, en parte, el nacionalismo, doctrinas que verán disputada su hegemonía por las grandes ideologías de raíz ilustrada, del liberalismo al socialismo o al anarquismo. En el campo político, sin embargo, el liberalismo europeo no dejará de pactar con el nacionalismo y el colonialismo, figuras particularistas que resultarán exacerbadas en el siglo XX con los fascismos. Por su parte, las grandes teorías éticas contemporáneas, el utilitarismo y el contractualismo, son herederas de esa misma línea universalista de la Ilustración, frente a las que el comunitarismo sirvió de reacción, tal vez como un aspecto más de la reacción posmoderna del siglo XX tardío.

    Analíticamente, conviene desbrozar al menos tres significados en los que se puede entender el universalismo frente al particularismo en el contexto del debate moral: (a) la universalidad en el contenido de los criterios morales (o universalidad lógica), por el que cualquier norma o criterio debe establecerse mediante categorías generales y abstractas, sin acepción de personas, y ser universalizable, esto es, susceptible de aplicación a todo caso similar: en este primer sentido, las formas de nacionalismo particularista, que prefieren al propio país sin estar dispuestas a generalizar el criterio, son una clara negación de aquella forma de universalidad; (b) la universalidad del punto de vista(o universalidad como imparcialidad), que apunta a la que los presupuestos o fundamentos de la posición moral mantengan una pretensión pragmá­tica de validez general o, justamente, universal, de modo que se defiendan como correctos o aceptables para todos: es este segundo sentido el que más abiertamente ha impugnado el comunitarismo, señalando que el punto de vista moral nace en un determinado contexto histórico y geográfico, en el que se encuentra situado y que es el único que puede dotar de sentido a las prácticas morales; (c) la universalidad de los sujetos (o universalidad como cosmopolitismo), que se refierea los titu­lares de los derechos y deberes establecidos en los crite­rios morales básicos o de justicia y que es un rasgo característico de las doctrinas de los derechos  humanos, que suelen formularse mediante la fórmula canónica "todos los hombres..." y, por tanto, apelan al ideal regulativo de una ordenación jurídica internacional que los garantice efectivamente: también en este tercer sentido, al igual que en los dos casos anteriores, doctrinas como el comunitarismo, especialmente el más extremo, o el nacionalismo son claramente antiuniversalistas (UNIVERSALIDAD).

    Tal vez la mejor ejemplificación del compromiso particularista del comunitarismo la ofrece la defensa que el filósofo escocés Alasdair MacIntyre hizo del patriotismo como virtud, caracterizándolo como la adhesión incondicional a una comunidad política particular, a su vez definida por rasgos peculiares que en conjunto se consideran logros y méritos de la propia nación (es así como puede ser interpretada la aparentemente paradójica frase del fascista español José Antonio Primo de Rivera, “queremos a España porque no nos gusta”). Según ello, el patriotismo exige valorar a mi país de modo particular y parcial, implicando la voluntad de seguirle hasta el punto de ir a la guerra por su causa, tanto en la competencia por recursos escasos cuanto para realizar el ideal de vida, según ocurre con los pueblos de cultura beli­cosa: como reza el dicho británico, "Right or wrong, my country". Bajo este punto de vista, el patriotismo puede presentarse así como una vir­tud conforme a la cual el deber de pertenecer, servir y sacrificarse por la propia nación preva­lece sobre los intereses individuales y sobre los valores universales, de modo que "los buenos soldados no pueden ser liberales", esto es, im­parciales en el sentido de universalistas (MacIntyre 1984b, p. 17).

    Puede advertirse ya cómo en el complejo rasgo del particularismo comunitarista destaca sobre todo una cierta forma de abordar el punto de vista moral, una metodología o metaética, aunque de tal metaética no siempre pueden separarse tajantemente los criterios de ética sustantiva. Sin necesidad de entrar aquí en un debate metodológico, baste decir que quien acepte una perspectiva comprometida con los derechos humanos, e incluso con la mera idea de que todo ser humano tiene un igual valor moral, difícilmente podrá aceptar una metaética particularista.

    2.      La crítica del individualismo atomista. En un influyente ensayo titulado “Atomismo” el filósofo canadiense Charles Taylor rescató la idea aristotélica del hombre como ser naturalmente social o político para destacar que el bien individual sólo se puede concebir y realizar en un determinado marco social, de modo que la comunidad tiene una cierta existencia previa a las vidas individuales. Esta crítica fue luego muy desarrollada por Michael Sandel, para quien el individuo del liberalismo es un “yo” que, desvinculado de lazos comunitarios constitutivos que a modo de autoconsciencia colectiva le doten de una concepción del bien, termina por resultar social e históricamente desencarnado y caprichoso en la formulación de sus deberes y planes de vida (1982, esp. caps. 1 y 4).

    En forma bien expresiva, también MacIntyre ha ejemplificado bien el contraste entre la visión comunitaria del yo y la liberal en un escrito titulado The Right to Die Garrulously (que debe traducirse como el derecho a morir gárrulamente, esto es, parlanchinamente), un derecho que contrapone abiertamente al derecho a la eutanasia, incluso entendido como derecho a morir sin sufrir. Lo que así se contrapone, un tanto idealizadamente, son dos modos de morir: de un lado, el propio de las sociedades occidentales contemporáneas, individualistas y carentes de tradiciones comunitarias —donde se disputa sobre los criterios válidos, se contrapone el derecho a morir y el deber de no matar, se teme ser viejo y morir y a los viejos y a la muerte se les tiende a ocul­tar y a sepa­rar de la vida— y, de otro lado, el modo de morir en sociedades tradicionales integradas, como la clásica o la medieval, donde el moribundo, cuando llegaba al tiempo de su muerte —cuando llegaba "su hora"—, tenía el deber de hablar cuanto quisiera en un rito y un escenario públicos, donde su habitación se abría a vecinos, amigos y familiares, incluidos los niños, que escuchaban y asistían a la muerte (como, por cierto, lo ilustran los versos con que Jorge Manrique concluye las Coplas por la muerte del maestre Don Rodrigo). De este modo, argumenta MacIntyre, el moribundo recuperaba su pasado culminando su vida y, a la vez, transmitía sus experiencias y deseos a los descendientes, sin que, por tanto, pudiera tener derecho a la eutanasia o a que se le acelerara la muerte, conforme a una vivencia del morir, que, integrada en la vida, podía vivirse y no malvivirse, como según él vendría a ocurrir en las sociedades actuales, carentes de lazos comunitarios, donde los problemas de los moribundos y los incurables son insolubles salvo en el "nivel de comunida­des locales como las del hogar y el hospital" (1978, esp. p. 83).

    La crítica al individualismo atomista tiene un componente ontológico o metafísico decisivo, que concibe a las comunidades como previas a los individuos por ser constitutivas o esenciales para la existencia y el bienestar de los individuos, que no es otra cosa que el organicismo de Aristóteles, según el cual "la ciudad es por naturaleza anterior [en el sentido de superior] a la casa y a cada uno de nosotros, porque el todo es necesariamente anterior a la parte” (Política, 1253a). En el pensamiento moderno, el gran reaccionario Joseph de Maistre llevó este punto de vista hasta sus últimas consecuencias cuando dijo: "La Constitución [francesa] de 1795, de igual manera que las anteriores, está hecha para el hombre. Ahora bien, no hay hombres en el mundo. Durante mi vida he visto franceses, italianos, rusos, etc.; y sé también, gracias a Montesquieu, que se puede ser persa; pero en cuanto al hombre, declaro no haberlo encontrado nunca en mi vida" (Maistre 1796, p. 66).

    Tal ontología comporta también una consecuencia ética, según la cual el bien, tal y como lo concibe la comunidad, es previo y prioritario a los criterios de corrección, de manera que en la perspectiva comunitarista la autonomía individual no es el único valor a defender políticamente, por lo que ha de quedar subordinada a los bienes socialmente estimados. Esta perspectiva mina potencialmente la estructura básica de los derechos, especialmente de los derechos de libertad, que, por ejemplo, deberían ceder ante formas tradicionales de discriminación sexual de la comunidad. Por lo demás, en lo que la crítica comunitarista puede tener de razonable, como en la observación de que no elegimos amar a nuestros padres o a nuestros hijos o de que no cualquier elección es buena por sí misma aunque no viole derechos, tal crítica no impugna necesariamente el punto de vista liberal, que no pretende regular políticamente todo el ámbito de la moralidad, sino, precisamente, situar al Estado como neutral ante las concepciones del bien (incluidas las relativas a la familia, la amistad o la religión y, en general, a todas las virtudes), limitándose a garantizar la esfera de lo correcto, de la estricta virtud de la justicia, entendida como protección de los derechos básicos, donde la autonomía personal, esto es, la capacidad de decidir sobre la propia vida y de evaluar los propios fines, incluidos los comunitarios, es el centro decisivo de imputación. Por lo demás, el liberal puede replicar adecuadamente a la crítica a su modelo de individuo “desencarnado” proponiéndolo como un artificio ético y metaético que, a modo de velo de la ignorancia, trata de presentar al ser humano en lo que tiene de igual y común con cualquier otro, es decir, en sus derechos más básicos.

    3.      El valor ético de las comunidades. El punto de desencuentro final y decisivo entre la construcción comunitarista y la liberal, que ya ha ido apareciendo en los dos rasgos anteriores, se encuentra en la opuesta valoración moral sustantiva de la relación entre bienes comunitarios y derechos individuales. En sus formas más nítidas y agudas, el comunitarismo niega la existencia y/o justificación universal de los derechos individuales en cuanto derechos humanos, que para el liberalismo han de ser considerados en último término como derechos en sentido moral, esto es, con independencia de su reconocimiento por algún sistema normativo vigente, legal o social. Dentro del comunitarismo, la posición más distintivamente crítica hacia las teorías de los derechos universales ha sido abanderada por MacIntyre, para quien no tiene sentido hablar de otros derechos que los derivados de deberes re­conocidos en el seno de instituciones eficaces, como el sistema jurídico o las relaciones so­ciales efectivas (por ejemplo, las relaciones familiares o de amistad), únicas capaces de crear compromisos recíprocos (MacIntyre 1987a, cap. 6).

    Junto a la limitación localizada de los derechos a pretensiones efectivas en una comunidad o relación concreta, en toda aproximación comunitarista, incluso en las más moderadas, la prioridad del bien comunitario sobre los criterios de corrección comporta que los deberes hacia la propia comunidad sean más importantes que los derechos individuales. En la concepción comunitarista hay ecos, así pues, de ideas historicistas y organicistas, como las que expresaron Edmund Burke o Auguste Comte, para quienes una comunidad es la unión de los vivos, los antepasados y los descendientes, a lo que Comte añadió con contundencia: “Nacemos cargados de obligaciones de todo tipo, hacia nuestros predecesores, nuestros sucesores y nuestros contemporáneos [...] Todo derecho hu­mano es tan absurdo como inmoral” (Comte 1852, p. 238, trad. cast., p. 244).

    Esta prioridad última de los deberes comunitarios sobre los derechos individuales es característica de la concepción comunitarista, que considera a la comunidad como “constitutiva”, en el doble sentido de originaria (la pertenencia a la comunidad no se puede decidir voluntariamente, sino que se es de ella) y autoidentificativa (los componentes conciben su identidad como dada por la pertenencia a la comunidad) (cf., por ejemplo, Sandel 1992, pp. 147ss.). En contraste con el punto de vista comunitarista, los dos sentidos en los que el liberalismo valora a las agrupaciones sociales son distintos y mucho menos exigentes (Rawls 1971, §79): de un lado, en conexión con el concepto más mecanicista de “sociedad” en el sentido de Tönnies, el sentido meramente instrumental, para el que la organización colectiva sirve únicamente a los fines, intereses y derechos individuales sin sobreponerse en absoluto a ellos; de otro lado, en una posición intermedia entre la comunidad constitutiva y la mera sociedad mecánica, el sentido derivativo (reductivamente denominado “sentimental” por Sandel: 1992, p. 149), conforme al que la comunidad es especialmente valiosa, a veces incluso por encima de algunos deseos e intereses individuales, debido a los fines y valores que los individuos depositan en ella.

    Dworkin ha utilizado el ejemplo de la orquesta para ilustrar la posibilidad de este tipo de comunidad, que se puede caracterizar por tres rasgos: (a) común unidad de agencia que la capacita para realizar actos colectivos, al modo de las personas morales o jurídicas; (b) actuación colectiva concertada, como producto cooperativo de una actuación consciente de los individuos que forman o representan al grupo; y (c) interrelación funcional entre el grupo y sus componentes para el fin colectivo relevante, de modo que los actos colectivos de la comunidad explican la composición y actuaciones de sus miembros, y viceversa (Dworkin 1989, pp. 226-227). Una comunidad en este sentido derivativo puede ser integradora sin ser “constitutiva” en la medida en que no es originaria sino derivada de prácticas y actitudes sociales, de modo que no es preciso aceptar la prioridad ontológica de la comunidad bajo el presupuesto metafísico de que son las comunidades y no los individuos quienes tienen verdadera existencia. El constitucionalista inglés Albert V. Dicey expresó magistralmente esta posibilidad de acción colectiva con la imagen de la yunta, que puede hacer mucho más que dos bueyes por separado sin que eso signifique que se haya creado un nuevo buey (cit. por Cohen 1919, p. 484).

     

    III.    CONCLUSIÓN. La oposición entre comunitarismo y liberalismo es menos neta de lo que pueda pensarse a simple vista. Por un lado, importantes teóricos del liberalismo, y a la cabeza de ellos el propio John Rawls, han hecho importantes matizaciones en su construcción liberal e individualista para terminar proponiéndola no como universalmente aceptable sino como válida sobre todo para sociedades pluralistas como las occidentales (Rawls 1993a). En esa línea, también ha llegado a aceptar que el Derecho internacional debe respetar el marco de los Estados existentes, sin intervenir en absoluto ante las “sociedades jerárquicas”, que, a diferencia de los “outlaw regimes”, son sistemas “bien ordenados” a pesar de que no garanticen suficientemente todos los derechos humanos (Rawls 1993b). Estas concesiones, en realidad, no dejan de tener importantes antecedentes en la historia de las doctrinas liberales (Ruiz Miguel 1992).

    Por otro lado, algunos autores considerados como comunitaristas, y a su cabeza Charles Taylor, han defendido que la doctrina de los derechos humanos, aun radicada sobre todo en la tradición occidental, no por ello dejaría de ser universalmente defendible, al menos como consenso sobre determinados valores básicos (Taylor 1996). Naturalmente, también hay autores liberales que, como Brian Barry, Charles Beitz o David Held, entre otros muchos, han mantenido el impulso universalista de los derechos humanos frente a cualquier pulsión comunitarista. 

    En todo caso, el punto de vista liberal genuino lo expresó bien Montesquieu en su autorretrato: "Si yo supiese algo que me fuese útil y que fuese perjudicial para mi familia, lo expulsaría de mi espíritu. Si yo supiese algo útil para mi familia y que no lo fuese para mi patria, intentaría olvi­darlo. Si yo supiera algo útil para mi patria y que fuese perjudicial para Europa o para el género humano, lo consideraría como un crimen" (Montesquieu 1854, p. 622).

    Más recientemente, el historiador del Derecho español Francisco Tomás y Valiente, poco tiempo antes de ser asesinado por ETA en su despacho de la Facultad, reflejó así el espíritu liberal frente a las seducciones y riesgos de ciertas tendencias claramente conectadas con el comunitarismo: “Hay que elegir entre una ética y una política centradas en la autonomía de los individuos libres, en la libertad y los derechos de los hombres plurales y diversos, en la convicción de que el hombre debe ser tratado siempre como fin y nunca como medio o instrumento y, por otra parte, la tradición nacionalista que construye a la Nación o al Pueblo (das Volk) como organismos colectivos naturales, dotados de espíritu propio, de caracteres permanentes y diferenciales, de esencias irracionales en cuyo nombre es no sólo lícito, sino obligado sacrificar a los hombres, cuya personalidad y derechos desaparecen diluidos en el inasible ser de esos nuevos dioses llamados Nación, Raza o Etnia. Hay que elegir entre esas dos tradiciones, entre Kant o Herder” (Tomás y Valiente 1993, p. 4761).

     

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